Crímenes

Jeremías 41:1-9

“Les salió al encuentro Ismael, llorando”.


¿Puede un asesino llorar? Ismael era un cruel asesino. Un individuo despreciable, traidor y bajo. Mató a estos compungidos adoradores de Jehová. Pobres hombres que del extranjero venían llorando, gimiendo, humillados, para adorar a Dios, que escapan con vida y regresan para darle gracias por haberlos guardado y para orar por su pueblo, vienen a perderla en manos de un infame hipócrita como éste que se metió entre ellos con sus mejillas húmedas con lágrimas falsas.

Es el crimen contra inocentes creyentes. Fue el Espíritu Santo quien impulsó y movió a estos hombres para que vinieran a Jerusalén. Quizá dices: “¿Es así como Dios paga a los que le buscan?”. ¿Los trajo a una emboscada? Siendo el motivo del viaje tan loable, ejemplar, excepcional, ¿no debió él haberlos protegido?

No se dice “protegió” sino “evitó”. Dios no evitó los asesinatos. Y ¿no es mucho más loable morir de ese modo, en una excursión espiritual al templo, que perecer en un viaje de recreación o pecaminoso? ¿No es mejor y más glorioso perecer yendo o viniendo de un lugar santo que de uno profano? Así murieron los niños en Belén que mató Herodes para tratar de eliminar al niño Jesús. Perder la vida yendo a la iglesia o en una excursión misionera, o leyendo la Biblia es perderla casi como un mártir. No hubo injusticia en Dios permitiendo aquellos asesinatos sino la oportunidad de honrar la fe con sus vidas.

Oh Señor, que nunca te acuse de injusticia, tú sabes por qué sufren los inocentes y porqué perecen los buenos y ganan los malos. De cualquier forma violenta que sus santos pierdan sus vidas, preciosa es a los ojos de Dios la muerte de sus santos (Sal. 116:15); y peligro, espada, la vida o la muerte, no nos podrá separar del amor de Dios en Cristo. Todos aquellos ochenta muertos entraron cantando himnos de victoria a la presencia del Dios que los amó hasta el fin. Amén.

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