Una ficción onírica y entonces me desperté
Isaías 59:21
“Este es mi pacto con ellos: Mi Espíritu
que está sobre ti, y mis palabras que he puesto en tu boca, no se apartarán de
tu boca, ni de la boca de tu descendencia, ni de la boca de la descendencia de
tu descendencia--dice el SEÑOR-- desde ahora y para siempre”.
Pensé: ¿Esto es lo que hubieran querido de
Dios los cautivos en Babilonia? Pudiera ser que no. No religión sino mejora
política, que se terminara el exilio y fueran otra vez económicamente
prósperos. Un país nuevo. Y Dios dijo eso sí pero después. Las estructuras cambian
si los hombres cambian. Y los hombres cambian si Dios los cambia. El origen de
toda genuina transformación social es el Espíritu Santo y el evangelio. No la
superchería religiosa ni quimeras obreras sino la pura Biblia.
No les ayudó primero a salir de la crisis
económica ni les arregló el gobierno. A la economía y a los políticos les
llegaría su turno. El Señor dijo: “Voy a convertirlos a mí y después me encargo
de lo otro”. Y fue así. Y se derramó su Espíritu sobre toda carne y las costas
oyeron hablar de los montes, Olivos y la Calavera.
Se empezaron a montar seguros en el
Metro “desde la puerta de Efraín hasta
la puerta Vieja y a la puerta del Pescado,
y la torre de Hananeel, y la
torre de Hamea, hasta la puerta de las
Ovejas”; y bajarse “en la puerta de la
Cárcel” sin que alguien les asalte con un cuchillo y les quite lo que es suyo
(Neh. 12:39). Los cortos viajes en bus o en avión desde Jerusalén a Gaza o
Ascalón eran seguros y los fanáticos religiosos que andaban hacia Damasco
fueron interceptados por una gran voz de fuego celestial y quemaron allí mismo
las órdenes de arrestos diciendo “¿Señor qué quieres que hagamos?”, y
explotaron sus granadas donde no había nadie.
Los de la casa de César ya no temían
amenazas de sus amos y sonreían contentos porque los cocineros cocían los
alimentos con buenos humores y cantando himnos, y a la alcoba presidencial no
llegaban las meretrices. Y los policías del palacio no aceptaban sobornos.
Mezcló un Nazareno con su evangelio la medicina social y la dio a beber a todos
e hizo sociedades nuevas. Y los ricos lograban entrar, como pidió, pasando por
el ojo de una aguja.
Los pastores regían con mano de hierro la
moral de las iglesias y las vidas de ellos refulgían como pepitas de oro. Los
carniceros en Corinto estaban encantados con que la gente pidiera la mercancía
y regateara los precios en diversos géneros de lenguas, y los entendían bien. Y
les hacían descuentos porque bebían de un mismo Espíritu y de una Roca que los
seguía (1Co. 12:13). Y se abrazaban las razas debajo de un mismo techo.
El Espíritu había tomado las riendas del
Israel de Dios y del Imperio, y sin la
ayuda de dioses ni mitos políticos, la Palabra de Dios corría por las calles y
la gente la glorificaba, cambiándoles por otros nuevos, los nombres a las
calles: Derecha, Calzada en la Soledad y Vía Dolorosa, y a quitar de sus
coloniales paredes las caras santas y sustituirlas por textos de la Biblia, de
catedráticos y héroes de la fe. Fue una
ficción onírica. Entonces me desperté. Esto es una ficción literaria.
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