No llores más en la provincia apartada



“¡Cuántos jornaleros en casa de mi padre tienen abundancia de pan y he aquí yo perezco de hambre!” (Luc.15: 17).

Cuando el Señor se propone que alguien le busque para atraerlo a una comunión más íntima con él suele crearle una fuerte necesidad. Si el hijo pródigo no hubiera caído en tantas estrecheces, si no hubiera sentido los aguijones del hambre en su estómago no hubiera recordado la mesa bien surtida que en casa de su padre los jornaleros del campo disfrutaban.

Sentir hambre no es una sensación grata, pero los que más disfrutan el festín son los que mejor apetito tienen. Un apetito cerrado, anorexia, como dicen los galenos, es funesto para la salud y la vida. Sentir hambre de Dios es experimentar la desagradable sensación de no sentirlo cerca, de tener la impresión que se ha ido, que la comunión se ha roto, que no se camina con él como antes, que no se ora como otrora, que no se disfruta su compañía como meses atrás, que algo se ha quedado abandonado.

Dios no quiere que se quede con hambre, su propósito no es que continúe con el estómago vacío, enflaquecido, con el corazón semiseco, con escasas fuerzas para servirle, con un poco o nada de oración en el alma, con un celo casi apagado o muerto por completo. La percepción de la realidad espiritual es una obra de su Espíritu porque los reprobados no la ven, pero ahí no termina el plan divino. El crea la sed para satisfacerla porque tiene un río de bendiciones espirituales que salten para vida eterna. Por eso ha dicho que es ¡bienaventurado! el que “tiene hambre y sed de justicia” (Mt. 5: 6).

No se puede sentir feliz con hambre y con sed, si permanece con esas necesidades sin cubrir, pero lo será, se dijo que irá a “su Padre” y le pedirá que le deje sentarse en la bien provista mesa de su misericordia y comer de sus muchas riquezas. Es necesario que haga lo que dijo que iba hacer, no llorar más en la provincia apartada y comenzar, ¡ya! a orar y a buscar lo que ha perdido.

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