Reflexiones sobre un megalómano, no solo de la era apostólica


“Yo he escrito a la iglesia; pero Diótrefes, al cual le gusta tener el primer lugar entre ellos, no nos recibe. Por esta causa, si yo fuere, recordaré las obras que hace parloteando con palabras malignas contra nosotros; y no contento con estas cosas, no recibe a los hermanos, y a los que quieren recibirlos se lo prohíbe, y los expulsa de la iglesia” (3 JUAN 1:9).

Este hombrecillo se creía el dueño de la iglesia. Siempre hay alguien en la iglesia que se cree el dueño de ella y la maneja a su gusto como si la hubiera comprado con su propia sangre. Individuo que, por su servicio, antigüedad, con dones o con dinero, ha logrado encumbrarse, trepado por la fortuna, y usa la congregación de sus miembros a su propio antojo, y le encanta su eminencia y se la disputa a cualquiera que aparezca con dones similares a los suyos o mucho mejores. Él no quiere que ningún dotado por la Deidad le gane la admiración en su dominio. Si es que no puede echarlo de las reuniones, porque lo considerarían abusivo, lo ignora en todo lo posible como si no existiera, hasta que el buen susodicho decida dejarle todo el campo libre de su presencia y se mude para otro grupo que se beneficie de sus dones. Jamás a este señorón se le ocurriría decir, para exaltar la gracia de Dios, que es el primero de todos los pecadores (1 Ti. 1:15), porque él no se considera de ese modo, por el prestigio de su aureola humana como un ángel caído del cielo, o heredero del prestigio glorioso de sus antepasados.

No te conviertas en un líder como él, ni lo apoyes en lo malo que hace. Quizás Demetrio fue expulsado por Diótrefes. Por este tiempo ya el apóstol es un anciano y ha desarrollado un largo ministerio y exitoso. Sin embargo cuando debía ser más respetado en su vocación por su trabajo y su historia, es atacado en su carácter por este hombre, que mirándolo y envidiándolo, quiere dañar su reputación no sé de qué manera, sino inventando mentiras, palabras ociosas, que es lo que significa “parloteo”, para restar su influencia y mermar el éxito de sus labores, y si fuera posible volverle la congregación en contra y también a él, como ha logrado con otros, cerrarle las puertas. La iglesia apostólica crecía en forma de una comunidad, de una familia, y la expulsión de un miembro no era simplemente borrarlo de una lista sino, prohibirle la entrada a las reuniones (2 Co. 2:7).
A estos hermanos anónimos, este hombre los echaba y personalmente o por medio de sus cómplices, les enviaba recados que no los quería ver en la reunión, que no eran bienvenidos a escuchar la Palabra, a tomar el pan y el vino y participar del ágape fraternal. Ningún hermano ni familia que amaba verdaderamente la iglesia acogería esa decisión con indiferencia. La iglesia era una, y sería muy difícil trasladarse para otro grupo y ser recibido, cuando otra amada congregación daba a conocer la expulsión. La excomunión era dolorosa y nadie la acogía encogiéndose de hombros. Y Diótrefes, el megalómano, y su familia sonreirían aliviados de la presencia de alguien mejor tres veces que ellos.



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