Un Predicador Llamado Juan

Mateo 11:7-15 (LBLA)

Mientras ellos se marchaban, Jesús comenzó a hablar a las multitudes acerca de Juan: ¿Qué salisteis a ver en el desierto? ¿Una caña sacudida por el viento? [8] Mas, ¿qué salisteis a ver? ¿Un hombre vestido con ropas finas? Mirad, los que usan ropas finas están en los palacios de los reyes. [9] Pero, ¿qué salisteis a ver? ¿A un profeta? Sí, os digo, y uno que es más que un profeta. [10] Este es de quien está escrito:"He aquí, yo envío mi mensajero delante de tu faz, quien reparara tu camino delante de ti." [11] En verdad os digo que entre los nacidos de mujer no se ha levantado nadie mayor que Juan el Bautista; sin embargo, el más pequeño en el reino de los cielos es mayor que él. [12] Y desde los días de Juan el Bautista hasta ahora, el reino de los cielos sufre violencia, y los violentos lo conquistan por la fuerza. [13] Porque todos los profetas y la ley profetizaron hasta Juan. [14] Y si queréis aceptarlo, él es Elías, el que había de venir. [15] El que tiene oídos, que oiga.

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Aquí vemos cómo Jesús trata el testimonio de un predicador ausente. Si has leído el texto anterior te asombrará que un hombre como Juan el Bautista haya tenido sus dudas con respecto a Cristo. ¿Cómo es que aquella fe granítica pudo agrietarse alguna vez? Sin embargo, así ocurrió, no para vergüenza suya sino para consuelo nuestro, hombres de poca fe. Cuando los mensajeros de Juan retornaron a él con un cúmulo de pruebas suficiente para curar a su mentor, Jesús hizo un comentario de un siervo de Dios ausente, de un gran obrero que no estaba allí para oírlo.

Si lees el texto, no hallarás en él ni un solo comentario desfavorable a Juan por su duda. Este no fue su pensamiento: “¿Qué dirán estos que han oído que Juan ha dudado de mí? Podrán pensar que si mi estimado predecesor tiene dudas, las de ellos están justificadas; por tanto: tengo que condenar a Juan en ausencia”. No, para el Señor el testimonio suyo para los ausentes es íntegro, no se justifica él condenándolos a ellos.
Es cierto, como suele ocurrir, que los pecados de los santos animan a otros a permanecer en los de ellos, pero ni aun así fortalece su ministerio con un mal reporte hacia Juan. La reputación de aquel obrero ausente se halla bien segura en sus manos, aunque eran dos ministros muy distintos el uno del otro. Es doloroso oír a un pastor desacreditar a otro pastor. El mayor comía y bebía con publicanos y pecadores, lo llamaban “comilón y bebedor de vino, amigo de publicanos y pecadores” (11:19), al menor que no comía ni bebía afirmaban que tenía demonio. Ambos eran desacreditados en diferente forma, pero ellos dos estaban unidos.

No solo no lo critica sino que lo defiende aunque era diferente. Jesús era más “popular” que Juan, que estaba como quien dice, chapado a la antigua. Puedes leer cómo el Señor defiende a Juan. No era “una caña” de la cual hacían el papiro; pero para muchos sí lo era, alguien sin atractivos físicos, desprovisto de belleza externa, rústico e irrelevante, sin embargo habían salido al desierto para oírle. Si ellos consideraban a Juan un predicador sin valor, ¿por qué habían ido a oírle? Ciertamente Juan no era alguien bello, y ellos habían acudido a sus predicaciones no por curiosidad personal con él, ni cautivados por el encanto delicado de sus maneras, sino por su predicación poderosa del reino de Dios. El argumento del Señor parece ser éste: “Si no fuisteis a oírle por ningún motivo que no fuera su mensaje, ¿por qué no le creísteis? Si llegasteis a experimentar algún deleite oyéndole, ¿dónde está esa satisfacción que experimentasteis?”.

Juan no tenía las comodidades de un templo para ofrecer a sus oyentes, porque predicaba en el desierto, ni tampoco un mensaje dulzón, sin embargo acudieron a sus prédicas. ¿Por qué les dice eso? Pienso que todo el texto es una defensa que Jesús hace a Juan. Porque ahora los mismos que habían ido a escucharle lo menospreciaban tratando de desvincularse del mensaje que habían oído de él. Está preso y no quieren confesar que habían pertenecido a sus congregaciones.
No, Juan no era una caña como con menosprecio decían, era un poderoso predicador que les atrajo sólo con el contenido de sus sermones. Tampoco un orador de noble cuna y elegante, que hacía que el pueblo fuera a escucharle atraído por sus maneras educadas y su ropaje vistoso. Juan vestía y comía frugal y rústicamente, no era un personaje de distinción, ni un aristócrata (v. 8); ese no era su magnetismo, no poseía ningún atractivo social que justificase que aun sus enemigos fueran a oírle. No pertenecía a la nobleza de este mundo, pero era un príncipe del cielo. Era un personaje enigmático, crudo, veraz, áspero, sencillo y sin pretensiones. Si ahora que estaba preso y decididamente de parte de Jesús le criticaban hasta su modo de vestir, el Señor lo defiende y les dice: “Ustedes cuando fueron a verle lo sabían bien, no fueron a oír a un señor de este mundo sino a un príncipe del cielo, a alguien que se vestía no como un emperador sino como un profeta y sin embargo por aquel entonces no echabais de ver su atuendo, porque os fascinaba su predicación”.
¿No es este el tipo de predicador que hoy se necesita; alguien cuya reputación repose no sobre su belleza o sus modas distinguidas sino sobre la verdad que proclama? ¿Uno que se esfuerce más y más en hacer atractivo no sus maneras y vestuario sino su mensaje? Desde dentro hacia afuera, en alma, antiguo como la verdad revelada, en teología, en destino ministerial.

¿Qué era Juan para Jesús? (v.9). Más que un profeta. Eso fue lo que él vio en Juan y eso fue lo que Juan quería ser; no se proponía hacerse pasar por un hombre moderno y propio de las cortes de este mundo, quería ser un profeta como Elías y deseaba imitarle hasta en su ropa, y eso lo hacia por Jesús, porque quería que según la profecía creyeran en él. No entró al ministerio tratando de cultivar su personalidad y refinando sus hábitos, no le fastidiaba ser tenido como anticuado y áspero, deseaba ser profeta y profeta fue, porque el pueblo así lo tuvo. No hizo señales ni vaticinó el porvenir de nadie, pero habló en nombre de Dios a su pueblo preparando sus corazones para recibir a Jesús, y todo lo que dijo de él fue verdad.
Esa es la clase de profeta que nos hace falta, no la que se empeña en una posición sino que sirve de voz divina para esta época. Ser más que esto es confundir los papeles, aunque Juan era “más que profeta”. No sólo porque había sido profetizada su aparición sino por el tipo de carrera profética que tuvo: Preparar el camino para el Señor. Todos los profetas fueron mensajeros de Dios, pero Juan tuvo el privilegio de ser el precursor del Cristo y conducir a las multitudes hacia él, casi se puede decir que era “más que profeta” porque era un predicador del Evangelio. Eso es lo que hizo que el Señor lo calificara elevadamente con ese honroso “más que…”; el resultado de su predicación, la conversión a Cristo de millares de personas, de lo común del pueblo, de entre los sacerdotes, los militares, los gobernantes y los escribas (v.10).

Las comparaciones entre los siervos del Señor no son nunca bien vistas por Dios, pero si fuéramos a dar el calificativo de más que a un ministro no se lo daríamos por sus atractivos personales, por su saber, por su dinero, por su auto, por su palacio, por su sangre azul, por sus vestiduras preciosas sino por las multitudes que hace que se vuelvan a Cristo, con un mensaje de arrepentimiento, a gente que las hace huir de la ira venidera.
Por ese privilegio de servicio a Cristo fue que se le tuvo como el mayor de todos los predicadores de la Ley, no superado siquiera por Elías a quien imitaba, pero sin embargo cualquier humilde apóstol en la dispensación del evangelio del reino es superior a él en conocimientos con los cuales iluminar de modo más pleno la senda de su auditorio.
No hay en esta tierra nadie superior ante los ojos del Señor a aquellos que trabajan por extender el reino de los cielos, cualquiera de ellos por reducida que sea su influencia y desconocida su labor, aun en el desierto, es superior a todos (v.11). No quiso Jesús desdecir lo que había antes afirmado, sino recomendar al mundo sus mensajeros, los que enviaría delante de su faz, y alentarlos a todos a buscar ser mejores en el servicio rendido, porque una nueva época se inauguraba.

Juan era un predicador dentro de un mundo violento: “El reino de los cielos sufre violencia y los violentos lo arrebatan” (vv.12-15). Juan marcaba el fin de una antigua era, “porque todos los profetas y la ley...hasta Juan” (v.13). Era el último de los profetas y su ministerio el resumen de la Ley de Moisés. Ya el Cristo había llegado y con él el reino de los cielos. Avisaba a sus oyentes que el ciclo de la profecía sobre el Mesías se cerraba con él, era introducido un nuevo orden de cosas. Si habían oído los profetas y hecho caso a la Ley, creerían en el Mesías del cual ellos habían profetizado, entrarían a una nueva era llamada “era del reino de los cielos”, o era del evangelio, la era del Mesías, el Día de la salvación.
Es ésta de ahora, sin profetas de la cátedra de Moisés; se oye una sola voz en el Monte que no es la de Elías ni la de Moisés, gloriosa, la del Mesías, invitando a los pecadores a entrar a su reino. Apagada la última voz del desierto, Jesús declara cómo ha sido la inauguración de su reino y de qué modo los pecadores han comenzado a entrar en él. De cierto su definición es una invitación a los presentes a usar “violencia” (v.12).
Es de suponer que entre los que le escuchaban había muchos tímidos y apocados que quizás deseaban entrar al reino, simpatizaban con Jesús, pero tenían miedo a la identificación pública con él. Jesús, en vez de prometerles alguna protección o redefinir el ambiente del reino como un futuro remanso de paz, procede a la inversa y se los describe como un sitio de violencias espirituales y que se entra por asalto; no con menos peligro adaptándolo a los timoratos, sino para que se llenen de valor, sea como sea, vale la pena.
Si alguno quería creer en él y seguirle tenía que exponerse a que le tratasen con violencia, no les reduciría las demandas de la salvación para hacerles fácil que la obtuvieran. Jesús parece decirles: “Mi reino sufre vuestra violencia y ya mis doctrinas son violentamente atacadas, por tanto es tan grande el terror que estáis causando que solo otro que sea violento puede atreverse a ser mi discípulo”. La violencia de que hablaba era la valentía y resolución a tener fe en sus palabras y atreverse a confesarlo en público. Tomarían parte en su reino sólo aquellos que desafiaran la opinión de la mayoría y se les opusieran. No se refería a violentos con la espada por que a Pedro le ordenó luego envainar la suya, no es cólera, ni puños, ni bofetadas ni menos la sangre; se refiere a los que impulsados por el Espíritu Santo se abrazan del evangelio y caminan con él destruyendo fortalezas. Vivamos y prediquemos a Jesús como un reto, sin pedirle permiso al mundo para creer.

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