Dos ancianos que viven en un efficiency alquilado


                  (*eficiency, es un pequeño apartamento)
Pudiera ser que él mismo me lo haya contado o me lo haya imaginado o que lo haya soñado, pero lo veía por la ventana de su pequeño apartamento, cuando yo caminaba mi perro Mocho, así le puse al enamoradizo pequeño can, que sin pudor alguno tenía sus romances con alguna perrita callejera del barrio. Era un espectáculo que a mí no me daba vergüenza mirarlo unos instantes, sino risa, de que el pequeño animalito fuera tan atrevido y sin pudor hiciera lo que hacía y le daba la gana, sin que los humanos se metieran en su vida. Bueno, dejo al cachorro a un lado y me enfoco en la cabeza blanca del viejo que tarde y mañana veía en su ventana, adicto a su computadora como se dice aquí en Estados Unidos y que en otros lugares les llaman ordenadores. Lo mismo da.
Era puntual en sentarse en aquella silla y hablarle o escribir en el artefacto electrónico, y que me pareciera el prehistórico viejo, una secuoya, sembrada en mi barrio, o algún ejemplar de un jardín raro, escena que lógicamente era humana porque los árboles no tienen narices, orejas ni canas. Me lo dijeron con pequeñas preguntas que hice, como quien no quiere la cosa, porque ustedes saben cómo son los barrios donde las casas cuestan menos y se rentan a bajo precio, y chismosos hay regados por todas partes. Pues ahí vive mi solemne amigo, le llamo amigo porque nos conocemos sin habernos visto nunca, o todos los días en un espejo, y hasta el viejo en cuestión tiene igual edad que la mía, las mismas canas y los mismos contados cabellos. Y para remate tenemos el mismo nombre, que no sé por qué, no lo tengo bien claro, si él me lo robó o fui yo quien le hurtó la partida de nacimiento. He visto algunas veces una vieja bonita acercarle una taza de café bien caliente, porque se sacude la mano cuando la coge y sopla el líquido. Creo que ella es adicta a ese líquido negro, que le llama café, pero es descafeinado ¡vaya contradicción! Y se aman los dos viejos, discuten a menudo, y se abrazan también con frecuencia. Se dan besos tan castos, me imagino, y creo que tengo toda la razón, que él pudiera ser un egresado de algún monasterio, y ella también una monja rebelde con ideas luteranas o de otra denominación protestante. Una persona que lo oyó contar de su vida religiosa, dijo que el viejo había comenzado a ser, lo que era, un seguidor de un francés llamado Juan Calvino, que vivió la mayor parte del tiempo en Ginebra, Suiza, y que él le había dicho algo sobre el origen teológico (¿sabe qué es eso?) de su fe, y fue que cuando era muchacho se atrevió a contradecir en la escuela a un ateo fanático, sobre la existencia de Dios. Y por supuesto allí donde los ciudadanos usan máscaras, no por el omnipresente virus que hoy tiene al mundo lleno de susto, sino porque están obligados a tener la misma cara del líder, y repetir sus mismas palabras. El viejo, que en aquel momento todavía no lo era, fue castigado y obligado a ser militar. Un día, lo reclutaron e hicieron trizas sus sueños universitarios, y se fue llorando en un tren cargado con alistados, hacia un lugar que en su país le llaman “vuelta abajo”. El convencimiento de que la tierra y todo lo que ella tiene natural, es hecho, creado, no un resultado de evoluciones ascendentes. Fue su convencimiento. Lógico. Nunca había leído la Biblia. Creía en la existencia de Dios, y de alguna mente creadora. Eso era todo. No era fe lo que tenía sino una obvia conclusión. Jamás pasó por su mente ser un clérigo, ni nada por el estilo. Creía que había Dios y ya. Esa clase de creencia no puede soportar las pérdidas. Y el joven lloraba y volvería a perder lo perdido, llorando sin lamentarlo. Se puede creer en Dios sin tener fe.  Un día se fue a hablar con Dios y le dijo, con ojos abiertos, que estaba convencido de su existencia pero que no creía en él. Así pasó, digo verdad auténtica. Si él me mintió, me miento a mí mismo. Se apartó para los sitios donde no lo vieran los otros jóvenes militares, y abatido por completo le dijo al Dios que había defendido, que su creencia en él no tenía fe. Era una frustración inexpresada hasta entonces. Y que no era suya aun, que sabía de su existencia pero no estaba seguro tampoco, y que lo había perdido todo afirmando lo que en el fondo del corazón no tenía, “me he quedado sin nada, lo he perdido todo defendiendo lo lógico de tu existencia, pero no creo en ti”, e instantáneamente el joven dio un brinco, como un becerro en la manada y saltando, y vuelto a saltar, corrió alegre hacia el campamento con el pecho lleno de fe, de la milagrosa fe que ya le ha durado hasta ahora cuando yo lo miro por la ventana y parece estar comiéndose ese libro gordo, la Biblia y ser una polilla de ella. La fe es un don de Dios. Un milagro y la incredulidad existe en todos los hombres y mujeres, es el origen de todos los pecados, aberraciones, sensualidades, y de todas las vidas torcidas.
No sé por qué he contado esto, porque quizás a nadie le importa, pero al viejo que yo miro por la ventana y a mí, sí nos importa, y si a usted no le gustó leer la historia de este septuagenario, no pase más por su ventana ni invente otro cuento, un verídico relato, eso aburre, como el que acaba de leer que está entretejido con invenciones pero es la pura verdad, que como el apóstol Pablo recluido en una casa alquilada en Roma, escribía y escribía lo mismo que este viejísimo en cuestión. Y rece, si sabe, u ore, que es mejor porque puede usar franqueza y no repetir letanías de otros. La bonita vieja, que ya le dije que es la mujer del fosilizado que escribe de la Biblia, no sé si es mi sombra o viceversa, la lee de tapa a tapa. En este preciso momento la mujer acaba de acercarse al marido, el que veo por la ventana, viene con una taza de café caliente y deseosa de interrumpirlo contándole algún incidente de los siete u ocho pájaros que cuida con esmero en cautiverio. Son felices, porque la felicidad no la trae la casa ancha y el dinero, no me lo imagino, sino porque lo conté yo mismo el que vivió y escribió la historia, que no estoy seguro que sea propia o robada a mí mismo, y mirando pasar a dos niños a toda velocidad, sin huir al coronavirus, montados en una carriola,  porque no es sólo cuento el relato, que tiene un poquillo de ficción, pero lo del efficiency en Miami es verídico, y pase cualquier día por la calle que como le he dicho, casi nadie ahora transita, ya no pasan los pilotos de la carriola, ni el perro mocho, porque tienen miedo que el viejo de la ventana tenga catarro, toza o estornude.

Autor, pastor, Humberto Pérez
Miami, 12 abril 2020

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