Los Ancianos en los Tempos Modernos

Salmo 71.1-6

En ti, oh Jehová, me he refugiado; no sea yo avergonzado jamás. Socórreme y líbrame en tu justicia; Inclina tu oído y sálvame. Sé para mí una roca de refugio, adonde recurra yo continuamente. Tú has dado mandamiento para salvarme, porque tú eres mi roca y mi fortaleza. Dios mío, líbrame de la mano del impío, de la mano del perverso y violento. Porque tú, oh Señor Jehová, eres mi esperanza, seguridad mía desde mi juventud. En ti he sido sustentado desde el vientre; de las entrañas de mi madre tú fuiste el que me sacó; de ti será siempre mi alabanza.

El salmista comienza pensando en su juventud y no la lamenta; no se queja de que pasaron pronto y no la aprovechó, no le pesa haberse consagrado a Dios en sus años mozos, vivido en la fe del Hijo de Dios, absteniéndose de pasiones juveniles y mirado al mundo o lo que hay en el mundo, los deseos de los ojos, la vanagloria de la vida. Venció al mundo y al Maligno en sus años juveniles. No recuerda aquellos años con lástima por sí mismo como si los hubiera vivido en vano. No, no hizo mal, sino bien; porque es bueno que el hombre lleve el yugo desde su juventud (La 3.27). No le pesa haber vivido piadosamente en Cristo Jesús. Pero nota que en sus recuerdos va más allá, sigue hasta acordarse de su niñez. No menciona que hubiera heredado la fe de sus antepasados o que hubiera sabido desde la niñez la Sagrada Escritura; piensa más bien en la providencia de Dios, en el día de su nacimiento cuando alguien gritó: “Ha nacido un hijo varón”; reconoce que sobre las manos de la partera se hallaban las de Dios. La madre tuvo un feliz alumbramiento.

Pero ahora los recuerdos del salmista se tornan imaginación y la imaginación preocupación, no por su presente sino por su futuro; medita en su vejez (v. 9). Piensa que llegará a ser dependiente de los demás como lo fue cuando nació. Los años pasarán, la vida se tornará parecida al final como cuando comenzó, dependiente, pero con muchas desventajas. Ya no habrá salud, las fuerzas se habrán agotado y tampoco habrá una mamá que lo tome en los brazos o una abuela que lo acune, ni un padre que provea el sustento. ¿Y los hijos?

Cuando lleguemos a la vejez, ¿quiénes nos cuidarán? ¿Los hijos? ¿Proveerán ellos para nosotros en nuestros últimos años como lo hicimos en la niñez de ellos? ¿O serán peores que los incrédulos? (1 1 Ti 5.4,8), ¿Será la iglesia gravada con esa responsabilidad? ¡Oh Señor, qué solo se quedan los ancianos!, otros nos ceñirán llevándonos a “donde no queremos” como dijiste de Pedro, (un hogar para ancianos) para que desconocidas enfermeras nos atiendan con la fría cortesía de un profesional de la medicina, si bien nos atendieran. ¿No consideramos eso un abuso necesario? ¿No son los afectos lo que más necesita un anciano? Oh Señor, cuando nos falten las fuerzas que no seamos estorbos ni cargas para nadie, antes recógenos en tu presencia.


Asusta llegar a la vejez, no tanto por la proximidad de la inminente muerte, sino por los trabajos que se puedan pasar. Y ¿por qué el salmista no planea su vejez como se hace en estos tiempos modernos? ¿Por qué no guarda dinero? ¿No es eso lo que hoy se hace, proveer sostén económico con planes de jubilación? Quizás no lo tiene, no puede o no lo desea. No, más que planear su vejez la entrega a la providencia; clama en su juventud para que el Señor se la planee. Oh Dios, tú que conoces los detalles de nuestros últimos días en este mundo, por favor, danos fe para confiar en ti y no vivir el presente preocupados, con provisión o sin ella, para el futuro.

Sin embargo, en estos tiempos modernos, la preocupación por la ancianidad es quizás mucho más grande que en otros siglos; quizás por las posibilidades de tener la ancianidad económicamente asegurada, tal vez por la incredulidad existente que nada se le entrega a la providencia divina, o tal vez, lo que con ojos agrandados por el asombro palpamos: Los hijos desafectos. Nuestra mayor preocupación no ha de ser económica sino espiritual, sobre todo con los hijos. Criar hijos a los cuales la providencia pueda bendecir para que nos cuiden, buenos cristianos. Si la bendición de Dios los acompaña, nuestra vejez no tendrá problemas. Pero lo que veo en estos tiempos es la disolución de los afectos familiares, no porque los hijos, padres, hermanos, no se quieran, sino que no estamos enseñándolos a amarnos como a ellos mismos; la familia moderna falla en instruir en el segundo mandamiento, que no es precisamente humanismo o compasión social. Aman más sus carreras, sus propias vidas que a sus padres, sus abuelos. La dureza de corazón de ellos, más que la situación económica que tengan, es lo que hace que les vuelvan la espalda a los ancianos y los entreguen en mano de cualquiera porque los abandonaron afectivamente primero. De nuevo hay que hacer girar, o reconocer que los problemas de deshumanización de la sociedad giran en torno a la clase de familia que estamos construyendo. La exageración en la “autoestima” es uno de los errores con los cuales estamos deformando el hogar. Enseñamos a los hijos que ellos son únicos, que valen más que nadie, y comenzamos a formar casi monstruos egocéntricos. Fortalecemos el individualismo de ellos por encima, en aras de la libertad y del respeto a la personalidad, de los intereses colectivos. Los instruimos en los valores de la filosofía materialista de aquellas cosas que se ven, les enseñamos a amarse a sí mismos, a considerarse a sí mismos, que sobre todo pongan mucha atención, por encima de lo demás, al oficio y al dinero. ¿Es ese el sueño americano? Si esos son los hijos que educamos, así nos tratarán cuando envejezcamos. ¡Ay sociedad materialista y egoísta que te desentiendes de tus ancianos!



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