Sin espacio para María, ni para José ni para Jesús


LUCAS 2:1-7
1 Aconteció en aquellos días, que se promulgó un edicto de parte de Augusto César, que todo el mundo fuese empadronado. 2 Este primer censo se hizo siendo Cirenio gobernador de Siria.3 E iban todos para ser empadronados, cada uno a su ciudad.  4 Y José subió de Galilea, de la ciudad de Nazaret, a Judea, a la ciudad de David, que se llama Belén, por cuanto era de la casa y familia de David; 5 para ser empadronado con María su mujer, desposada con él, la cual estaba encinta. 6 Y aconteció que estando ellos allí, se cumplieron los días de su alumbramiento.7 Y dio a luz a su hijo primogénito, y lo envolvió en pañales, y lo acostó en un pesebre, porque no había lugar para ellos en el mesón”.

Voy a mirar este texto navideño, con énfasis especial en la actitud del mesonero y el significado de un pobre pesebre. El mesón lleno de gentes y propiedades es un símil del corazón humano en el cual no hay espacio para la iglesia, representada por María y José y para Jesús. La razón por la que no encontraron un sitio dentro fue porque llegaron tarde cuando todo se hallaba ocupado desde hacía horas o días. La “familia sagrada” no podría alojarse dentro a menos que se sacara alguno o algunas cosas, afuera. A mucha gente, a no ser que se convierta a Cristo en la infancia, Jesús y la iglesia llegan cuando ya el alma la tienen llena de gentes y cosas. Si fuera uno sólo, él, sin la iglesia entonces sí, pero con ella no.
El dueño del mesón es un símil de los que optan por una fórmula mercantil, alojarlo afuera, y se le coloca en un establo.   De ese modo no se molesta a nadie ni se saca nada. Me refiero a una religión que deje las cosas como están, que no haya que renunciar a nada ni nadie, ni gente ni pertenencias, y que nada ni nadie se oponga, donde todos estén conformes.  Si Jesús y la iglesia no estorban el negocio, al contrario, si ellos pagan su alquiler y no interfieren, entonces más que mejor. Esa es la religión que algunos quieren, que Jesús y la iglesia no estén metidos dentro del corazón y proporciones ganancias y no cause desalojos.

El símil es más amplio cuando Jesús y la iglesia pueden convertirse en un negocio. Representan una sociedad comercial que hace uso de la Navidad en provecho propio. Si los pastores y la gente campesina creen en visiones de ángeles navideños, si pudieran convencerlos para que vinieran y cantaran ¡Gloria a Dios en las Alturas!, eso atraería a mucho público, especialmente los hombres y mujeres de buena voluntad, que permitiría agrandar el negocio y venderles pequeños pesebres y animalillos comiendo paja y bebiendo, sonrientes, agua. Si el negocio se mantiene y al año y un poco más todavía el Niño y la Madre están cerca, podría llegar un grupo de astrónomos buscándolos y después del culto dejar mucho oro, incienso y mirra. Y si la cosa se pone buena alborotaría a toda Jerusalén y el propio rey Herodes no tendría inconveniente en ir a adorarlo; claro, como hablan los políticos, de labios.  Sería una conveniente decisión política en vista de la popularidad que hubiera ido alcanzando aquel Nacimiento. Tal vez si deja la hipocresía política y se junta con aquellos hombres “de buena voluntad” eso podría obrar el milagro de un cambio en su corazón y deje mirar a Jesús con miedo y emita una contraorden para que no maten a los niños del pueblo y nadie tenga que huir al exilio en Egipto.

De todos modos, por pretexto o por verdad, con sinceridad o por negocio, la Navidad celebra los negocios de mi Padre, la encarnación del Hijo de Dios y los pobres en espíritu la celebran con regalos, comidas favoritas y muchísimas acciones de gracias a Dios.  José y María eran pobres y aunque él era de la Aristocracia porque tenía el principado sobre su hombro, nació en un barrio pobre, comía mantequilla y miel, trabajaba en una carpintería, hacía preguntas bíblicas a los mayores, y jugaba en la calle con los niños que tocaban flauta y bailaban, endechaban y lloraban.
Hasta para pagar el impuesto necesitó socorrerse de modo extraordinario. Una vez que tuvo una moneda en su mano, fue prestada, cuando dijo aquel famoso “dad a César lo que es de César y a Dios lo que es de Dios”. Y la devolvió a su dueño. Las voluntarias recaudaciones las manejaba Judas Iscariote. La barca con la cual atravesaba el lago no era suya, los panes y los peces que multiplicó eran de un niño, el salón donde celebró la Pascua y la “Ultima Cena” fue prestado. La tumba donde pusieron su cuerpo muerto pertenecía a un rico. Lo único que fue suyo porque se la regalaron, fue una cruz para clavarlo, y muerto costaba trabajo bajarlo porque cargaron sobre su cuerpo el pecado de todos nosotros (Isa.53:6; He.12:1).

Afuera del mesón, sin privilegios, su estancia significaba más, y se le ocultaba al diablo que lo buscaba entre los vestidos de lino en palacios de reyes, no envuelto en pañales y acostado en un pesebre, porque “siendo rico se hizo pobre para que con su pobreza fuésemos enriquecidos” (2 Co. 8:9), y luego sobre un pollino, también prestado y en cabalgadura de pobres, como dijo Sancho Panza, para estar cerca de ellos, caminaba como Rey, entre hosannas sobre mantos y flores en las empedradas calles de Jerusalén. Treinta años atrás, el mesonero, la mujer y sus hijos no sabían a quién habían puesto afuera del mesón, o le hubieran cedido su techo, su cama, para acariciarlo y mirarlo, como se mira absorto y se toca el futuro de uno mismo y de muchos más.

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