Jueces
19:22-27
“Pero
cuando estaban gozosos, he aquí que los hombres de aquella ciudad, hombres
perversos, rodearon la casa, golpeando a la puerta; y hablaron al anciano,
dueño de la casa, diciendo: Saca al hombre que ha entrado en tu casa, para que
lo conozcamos. Y salió a ellos el dueño de la casa y les dijo: No, hermanos
míos, os ruego que no cometáis este mal; ya que este hombre ha entrado en mi
casa, no hagáis esta maldad. He aquí mi hija virgen, y la concubina de él; yo
os las sacaré ahora; humilladlas y haced con ellas como os parezca, y no hagáis
a este hombre cosa tan infame. Mas aquellos hombres no le quisieron oír; por lo
que tomando aquel hombre a su concubina, la sacó; y entraron a ella, y abusaron
de ella toda la noche hasta la mañana, y la dejaron cuando apuntaba el alba. Y
cuando ya amanecía, vino la mujer, y cayó delante de la puerta de la casa de
aquel hombre donde su señor estaba, hasta que fue de día. Y se levantó por la
mañana su señor, y abrió las puertas de la casa, y salió para seguir su camino;
y he aquí la mujer su concubina estaba tendida delante de la puerta de la casa,
con las manos sobre el umbral”.
Si lees
la historia de esta joven verás cómo su pasada concupiscencia le había hecho
traicionar a su marido siéndole infiel (v. 2). Lee luego como el levita,
demasiado santo para ella, se humilla, trata de reconciliarse y le perdona su
inmundicia. Aunque reconciliada con su marido no estaba perdonada por Dios; y
aquellos perversos que la violaron fueron la justicia divina para castigarla.
¡Oh Señor, cómo castigas estas abominaciones! ¿Tienes problemas con tu pareja,
das pasos para salvar tu matrimonio? Está bien, pero los pecados que tú perdonas,
¿los ha perdonado Dios?
Cuando
una pareja tiene problemas de esta índole, no son los intereses recíprocos los
que deben buscarse y no valen las bondadosas intervenciones para arreglar la
dificultad como hizo el buen suegro, que lo colmó con atenciones y le hizo
banquete sobre banquete. Lo que importa es la reconciliación con Dios. El
levita no quería romper su matrimonio, ni siquiera por infidelidad. Bueno, no
era un matrimonio, era un concubinato porque no estaban casados, vivían juntos
“como pareja”, no como un matrimonio santificado por Dios. Ella corría una
aventura con el levita que quizás era mayor, y sentía por dentro que no debía
esclavizar su juventud a un viejo, y buscaba a los otros jóvenes, insatisfecha
e insaciable con su compañero.
En realidad él tampoco parece que la amaba
tanto, sino que la deseaba más. Aunque dice que cuando llegó a donde ella
estaba le habló amorosamente, ese “amor” es deseo de volverla a tener. Cuando
su vida estuvo en peligro dejó que la violaran y la maltrataran, y al salir por
la mañana y verla tirada en el umbral ni siquiera le extendió la mano para
levantarla, sólo le dijo, “levántate y vamos”. Y ella no respondió, estaba
muerta.
El levita
la perdonaba. El hombre puede perdonar a su esposa o viceversa, y Dios no. En
relación con Dios es como deben arreglar sus dificultades, con un sincero
arrepentimiento. Por infidelidad un hombre o una mujer puede divorciarse de la
pareja, pero el que cometió la traición tiene que curarse. Las causas que
provocaron su desliz tienen que hallarse y eliminarse, no es simplemente
decirle, “bueno mi amor, ven, yo te perdono”, tomarla por la mano, darle un
beso y regresarla a casa como si nada hubiera pasado, esperando que las
consecuencias de su pecado le hayan adoctrinado y quitado la concupiscencia de
la carne.
Las
debilidades de la carne muy poco se sanan con las consecuencias que trae
aparejado el mal. Se podrá separar de aquel con quien cometió la falta pero
buscará cometerla con otro con quien tenga alguna mejor esperanza. ¿Con qué
entonces? No, por favor, la religión no. La religión no cura las tendencias
pecaminosas de un pecador o una pecadora. Un hombre adúltero aunque se vuelva
religioso seguirá deseando ser infiel. Después de bautizado y adoctrinado
seguirá siendo el mismo que antes. Las ceremonias ni los ritos cristianos, ¡ni
siquiera las doctrinas calvinistas! Si a ellas les falta el poder de Dios no
son efectivas para convertir en nuevas criaturas a la pareja. Se puede oír cada
domingo predicar al apóstol Pablo sobre la predestinación, de la elección, la
total depravación del hombre, la gracia y la sola fe, salir del culto hinchado
por creer esas verdades, y continuar amando este mundo y con deseos de irse a
Tesalónica. Él dijo:
“Pues si
habéis muerto con Cristo en cuanto a los rudimentos del mundo, ¿por qué, como
si vivieseis en el mundo, os sometéis a preceptos tales como: No manejes, ni
gustes, ni aun toques (en conformidad a mandamientos y doctrinas de hombres),
cosas que todas se destruyen con el uso? Tales cosas tienen a la verdad cierta
reputación de sabiduría en culto voluntario, en humildad y en duro trato del
cuerpo; pero no tienen valor alguno contra los apetitos de la carne (Col
2.20-23).
Esta
jovencita le fue infiel al levita por su corazón carnal, estaba dominada por
pasiones juveniles. En vez de casarse con un hombre mayor que ella debió haber
formado el matrimonio con uno de su edad, alocado como ella, que le
satisficiera mejor sus deseos corporales. El levita era muy serio para ella.
Muy solemne, tenía mucha religión. A ella él con un poco más de sensualidad le
hubiera gustado más. Era un matrimonio desigual. El hombre pertenecía a una
familia noble y tenía una tradición espiritual mejor que la de ella. Por edad y
por principios eran distintos y no podían combinarse. En vez de dejarlo y
volverse no lo hizo, lo quería en algún sentido, tal vez por dinero y por la
imagen, pero no podía evitar traicionarlo. Le parecía que se gastaba
inútilmente a su lado.
La
violaron y la dejaron medio muerta, y se murió. Pasaron muchos hombres por
encima de ella en una noche. La golpearon. La humillaron. El último que la
quiso la dejó cadáver. Sí, se murió. ¿La influencia religiosa la cambió? Nunca.
Ni Génesis, ni Éxodo, ni Levítico, ni Deuteronomio, ni Las Batallas de Josué.
Su Biblia no le sirvió para nada, ni la compañía de un hombre distinto. El
matrimonio terminó mal. Los dos tenían que haber cambiado. El levita también.
Ambos debieron haberse reconciliado con Dios y experimentar el poder del Señor.
Arrepentirse cada uno de lo suyo. No continuar el matrimonio sino constituir otro.
Si ella no se convertía en otra criatura seguiría siendo “genio y figura hasta
la sepultura”. Y lo fue, pero no la sepultaron porque la cortaron en pedazos y
los repartieron por todo Israel. No metieron a Dios dentro de los dos. El, no
vivía dignamente como un hijo de Leví y ella no acabó de sentar cabeza ni dejó
de ser esclava de su sexo. Ambos se portaron como inconversos y en eso
consistió que hayan hecho las cosas mal.
El
historiador Josefo dice que ella caminaba al lado de su amante por las calles
de Galbaa mirando a todos los hombres que pasaban, con semblante descarado. En
Proverbios (7: 13) hay una mujer que la R.V. traduce con “semblante descarado”
pero una traducción literal sería “con cara dura”. Esta otra aunque se haya ido
para casa de su padre cuando la sorprendieron en adulterio, allá en Belén
seguiría siendo una descarada como en Gabaa. Es el descaro el que tiene que
curarse mirando a cara descubierta la gloria de Dios brillando en la faz de
Jesucristo; y salir a la calle y mirar a los hombres con más vergüenza. Si
no tiene vergüenza en Gabaa y aparece en la televisión contando cómo y con
quién traicionó a su marido tampoco la tendrá en Belén, si hubiera podido
contar cómo un grupo de hombres la violaron y la dejaron tendida en el umbral
de su casa, y cómo su marido la cortó en doce pedazos. Todas esas tragedias por
unos minutos de fama.