El tamaño de las orejas
Mateo 23: 8- 10; Efe. 4: 11.
“Pero vosotros no dejéis que
os llamen Rabí; porque uno es vuestro Maestro y todos vosotros sois hermanos. Y
no llaméis a nadie padre vuestro en la tierra, porque uno es vuestro Padre, el
que está en los cielos”.
No vaya a tomar eso de modo
literal y llamar al maestro y al padre por sus nombres. Tiene que aclararlo con
otros textos. Aquí se habla de la falta de humildad en los cargos públicos y el
hambre de dignidad que tienen los profesores de religión. ¿Qué es eso de llamar
a un hombre “padre” espiritual como si fuese Dios Padre? Es cierto que Pablo
dice que engendraba sus discípulos por el evangelio pero nadie le llamaba “el
Padre Pablo” (1 Co. 4: 15), sino el “amado hermano Pablo” (2 Pe. 3: 15, o Pablo
a secas (1 Co. 3: 4, 5, 22). Juan tenía hijos espirituales pero nadie le
llamaba “el Padre Juan” sino “discípulo amado” (2 Jn. 1:4). Ese concepto
religioso de “Padre” pudo haber sido tomado del oficio profético del Antiguo
Testamento; y aún allí no fue algo común sino raro.
Pero llevemos el caso de esos
licenciados, al auditorio y al púlpito. Sin envidia ninguna, porque como dijo
José Martí, toda la gloria del mundo no cabe en un grano de maíz. Yo no cambio mi
título de pastor por esos cartones, porque según dijeron, "un título
universitario no acorta el tamaño de
vuestras orejas; no hace más que ocultarlo" (HUBBARD, Elbert). Lo que
quiero no es condenar a los que han alcanzado títulos universitarios sino
comentarles que no confíen en ellos porque se debe pensar algo y sentir hondo.
El apóstol Pablo fue un universitario pero subió en el Espíritu hasta el tercer
cielo. Los libros de erudición escritos por profesores sin iglesias suenan
distintos a los escriben los que son llamados a predicar el evangelio. Estos
tienen conocimientos y unción. Están mojados por el Espíritu Santo.
Algunas veces oigo a
engreídos que después que concluyen su disertación me parece que las alabanzas
escritas en su currículo o anunciadas por el presentador excedieron a su
sermón. La Universidad puede dar títulos y conocimientos pero no la gracia para
abrir la Escritura que es un don de
Dios. La iglesia no se edifica con los honores del predicador sino con las
palabras que el Espíritu le da. La llave del conocimiento de la Biblia no
cuelga del cinto de la Alma Mater sino del Espíritu.
A veces quiero exponer un
texto y no puedo y me siento como el vidente de Patmos con ganas de llorar
porque ni yo ni otros comentadores somos dignos de abrirlo ni de mirarlo (Apc.
5:4). En realidad el texto no se abre de par en par hasta que no se conecte lo
que su autor quiso decir y la experiencia cristiana. Aunque Eliú diga lo
contrario, las canas hablan mejor que el cabello sin ellas. Y aquellos doctores
suelen depender más de la academia que de la experiencia cristiana. Por eso los
comentarios de Calvino, un gran doctor, el pastor de Ginebra, son tan
duraderos. Contrario a otros audaces que predican sobre tópicos bíblicos porque
eso les permite enseñorearse sobre la Biblia y que sus temas sobresalgan la
propia exégesis, y brillar como desean, con un resplandor sin gloria.
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