Las clínicas de abortos y dos enfermeras judías
Éxodo 1:15-21
“Pero las
parteras temían a Dios y no hicieron como el rey de Egipto les mandó, sino que
dejaban con vida a los niños varones”. Y el rey de Egipto habló a las parteras
de las hebreas, una de las cuales se llamaba Sifra, y la otra Puá”. O Fúa.
Tal
vez habría otras muchas pero estas dos eran más conocidas, las mejores y las
instructoras de las demás. Eran hebreas y no egipcias. Y no tienen pruebas los
que imaginan que era Jocabed la madre de Moisés y Miriam su hermana, que por
esa época era una niña.
Esto es El Valiente Ejemplo de dos
Enfermeras. Sifra y Fúa fueron dos enfermeras que
respetaban su vocación. Estas dos mujeres hebreas eran las encargadas de
recibir a los niños y niñas que Dios le daba a su pueblo. Cientos de niños y
niñas habían pasado seguros por sus manos. Algunas se llamaban como ellas,
algunos padres les pedirían que les nombrara. Cuando los niños crecían las
madres les decían: “Saluda a esa mujer que va a la reunión de oración, esa fue
la que te ayudó a venir al mundo”. De cierto modo eran dos madres de todo
Israel. Amaban su profesión y no dejarían sus carreras por ninguna otra, por la
práctica y por el estudio se habían convertido en dos enfermeras brillantes,
solicitadas por todo el mundo.
Ejecutaban los partos más difíciles sin que la
madre ni la criatura perecieran. Dios les daba entendimiento. Tal vez había
otras muchas pero estas eran las más reconocidas, las mejores y las
instructoras de las demás. Hasta Egipto había llegado la fama de las dos y de
allá venían las mujeres egipcias solicitando que ellas las atendieran con
recomendaciones para proseguir el embarazo y para tener sus hijos.
Un día sucedió algo
inesperado cuando la profesión de ellas y la religión fueron probadas. Y
pasaron la prueba de un cambio social brusco. Faraón se volvió loco y por
razones políticas y económicas dictó una ley muy descabellada y brutal: que se
le ordenara a las parteras que ahogaran a los niños varones cuando fueran a
nacer. El decreto estremeció la tierra de Gosen y las mujeres piadosas
empezaron a orar, incluyendo a las dos buenas enfermeras.
Se reunieron en la habitación
más privada de su casa, que había servido como clínica de alumbramiento
a no pocas parturientas, oraron al Señor y pidieron que él las guiara. Conversaron
sobre el asunto. La diafanidad de la profesión de ellas y la sinceridad
religiosas habían sido atacadas con un solo golpe. Tenían que decidir, si traer
descrédito a la profesión y negar lo que habían estudiado, y renunciar a la
religión de sus antepasados o sacrificar la profesión, honrar a Dios y perder
sus vidas. Ambas miraron el título que
tenían colgado sobre la pared que las autorizaba, por experiencia, a ejercer la
profesión infantil. Junto a sus títulos había muchos reconocimientos de
personas agradecidas que le reconocían con gratitud haberlos ayudado con sus
mujeres. Por todos aquellos honores, por respeto a la profesión en sí, por el
destino de sus conocimientos que era salvar vidas y no quitarlas, tendrían que
decir un no rotundo al decreto de Faraón.
Después que consideraron
profesionalmente su desobediencia pasaron a un punto más importante, a las consideraciones
de la fe, también había que pensar religiosamente sobre el asunto.
No podían matar a los bebitos sin volverse enemigas de Dios. La Biblia de ellas
era muy delgada. No tenía más de cincuenta páginas. Constituida por un solo
libro, Génesis. Meditaron en la tradición oral de la Creación del mundo, en la
conducta de los primeros hombres, en la trasposición de Enoc, en el diluvio, en
la maldad de los hombres en tiempos de Noé, en Abram, Lot, la destrucción de
Sodoma y Gomorra, y cuando llegaron ahí las manos y las voces de ellas
temblaban.
No hallaron ningún renglón
que mencionara la prohibición de ejecutar muchachitos, la ley revelada aún era
muy incompleta, pero conocían a Dios y le temían, y sabían que aquello
era un crimen y sería algo aborrecible ante sus ojos. La Biblia de ellas no
prohibía el aborto, sin embargo, el espíritu de la revelación y el
conocimiento de Dios les indicaba que aquello sería un pecado muy grande
porque otras cosas más pequeñas Dios las había castigado severamente. Si Dios
aborrecía el adulterio y había detenido a Abimelec y al propio Faraón de pecar
contra él, también aborrecería matar a los niños, era un acto sanguinario. Si
Dios aborrecía la violencia, el casarse y descasarse, o sea el divorcio y por
eso había condenado al mundo, también aborrecería el aborto. Si Dios aborrecía
el incesto y lo que hicieron las hijas de Lot durmiendo con su padre, el aborto
también lo odiaba. Se sentían descendientes de aquellos grandes ejemplos,
incluyendo al misericordioso José. No, no obedecerían a Faraón y no matarían ni
un solo niño aunque naciera con defectos físicos. Era un niño, normal o
deformado, pero era un niño, una criatura que Dios enviaba al mundo y merecía
vivir para su gloria.
Cuando Faraón decretó que
asfixiaran los niños al momento del nacimiento se arrodillaron ante Dios, le
pidieron confianza y valor y decidieron que no cumplirían la orden de ningún
modo. Se negarían y cuando el caso se supiera ya hallarían algún medio para
salirse del problema. Se dijeron: “Si perecemos pereceremos, pero el decreto no
obedeceremos” y “Puede el Señor librarnos de la mano de Faraón, pero si no nos
libra su ley no cumpliremos”. Dos mujeres de fe estaban retando el puño del
monarca egipcio. Dice el relato que Dios bendijo las familias de ellas por
causa de haberle temido.
Vamos a nuestra aplicación.
En toda la Biblia nuestra, que tiene 65 libros más que la de las enfermeras hebreas
(no egipcias), uno aprende que Dios quiere que todos los niños nazcan; y
para prevenir el aborto voluntario dio a las madres un gran amor anticipado al
alumbramiento. El aborto no es una práctica cristiana y no tiene la sanción de
Dios, al contrario. Si una enfermera, un médico o una madre, respeta su
vocación, rehusará poner su mano o su bisturí en contra de la vida de una
criatura indefensa, cualquiera que sea la cantidad de semanas que tenga.
Bendita sean estas dos, Sifra y Fúa, mujeres bienaventuradas que amaron más las
vidas de los bebitos que las suyas.
Arriesgaron sus títulos,
profesión, carrera, bienestar, libertad o vidas porque respetaron su
profesión y porque temieron a Dios. Probaron que su religión y fe no era un cuento, una
pantalla, una ilusión social sino algo genuino que llevaban en sus pechos.
Prefirieron el peligro antes de convertirse en un par de asesinas, sus
conciencias no lo permitieron ni sus principios, su amor a la vida, su temor a
Dios. Prefirieron mil veces perderlo todo a caer en las manos del Dios vivo. No
podían obedecer la orden de aquel monstruo institucionalizado. La corona no se
respeta cuando la lleva un impío. Dijeron para ellas mismas, dúo formidable
¿pensáis que con nuestras propias manos vamos a estrangular a los niños? Estáis
locos, no lo vamos hacer, hallaremos una excusa, alguna mentira para
desobedecerlos. ¿Hemos estudiado para eso? ¿No tiene moral la ciencia médica?
Jamás hubiéramos practicado el aborto.
Y concluyo. Dios bendijo sus
familias por negarse a matar niños. Quizás usted tenga más dinero si se hace un
aborto y pueda vivir mejor, comprar casa, carros, pero no tendrá la bendición
de Dios sobre todo eso. Si usted misma ha caminado a una clínica de abortos,
pida perdón a Dios por haberlo hecho y confíe que la sangre de Cristo nos
limpia de todo pecado. Si en verdad se ha arrepentido de ello, si hoy lo
lamenta y llora por lo que hizo, si no tuvo fe ni temió a Dios, pero ahora no
hubiera querido haberlo hecho. Confíe en Cristo que Dios nos perdona en él los
crímenes más grandes. El amor de Dios es más grande que una decisión
monstruosa. Propaguemos el temor del Señor entre los hombres y se cerrarán las
clínicas de abortos.
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