No te enamores de las grandes ciudades, ora por ellas
Salmo 55:9-11
“Destrúyelos, oh Señor; confunde la lengua de ellos; porque he visto violencia y rencilla en la ciudad. Día y noche la rodean sobre sus muros, e iniquidad y trabajo hay en medio de ella. Maldad hay en medio de ella, y el fraude y el engaño no se apartan de sus plazas”.
“Destrúyelos, oh Señor; confunde la lengua de ellos; porque he visto violencia y rencilla en la ciudad. Día y noche la rodean sobre sus muros, e iniquidad y trabajo hay en medio de ella. Maldad hay en medio de ella, y el fraude y el engaño no se apartan de sus plazas”.
He
visto violencia y rencilla en la ciudad”. ¿De qué ciudad habla aquí, de la
antigua Sodoma, de la capital de los sirios, Damasco? ¿De Tebas en
Egipto, de Gaza en Filistea? ¿O de las modernas Miami, New York, Ciudad Méjico,
Los Ángeles, Madrid, Londres o Montevideo? No, está hablando de la ciudad de
David, la ciudad amada, del gozo de Dios donde puso su residencia en el monte Sion,
el orgullo religioso y arquitectónico de todo israelita (Sal. 48:12,13). Sí,
Jerusalén, la llamada “Ciudad Santa” la que se ha llenado de tantos pecados;
sobre ella cayeron los caldeos y la redujeron a escombros, sobre cada una de
sus piedras lloró Jesús, lamentándose que no había conocido “el día de su
visitación” y sería de nuevo derribada hasta el infierno. En ella, afuera,
murió el Salvador, resucitó y ascendió al cielo. A ella amó Cristo y ordenó a
sus discípulos que comenzaran a evangelizar a sus ciudadanos, los que lo habían
crucificado (Hch. 1:8).
¿Por qué quieres, para qué quieres vivir en la ciudad y no en las aldeas, en el
campo? ¿Por qué prefieres la urbanización de una metrópolis en vez de la vida
rural? ¿Por qué se aglomeran los pueblos en las grandes ciudades, qué buscan
dentro de ellas? No hay ninguna ciudad santa, ninguna ciudad donde se viva por
las leyes de Dios y la contaminación ambiental de ellas no es tan grande como
la espiritual y moral donde apenas se puede respirar un poco de aire puro. Se
hallan las mismas cosas que en las antiguas y un poco más, porque en ellas
radican los aborrecedores de Dios y los inventores de males (Ro. 1:30):
drogadicción, violación, engaños, robo, secuestros, etc. En ese ambiente la
iglesia vive y la iglesia testifica. Las metrópolis presentan más peligro
espiritual que las zonas rurales. El diablo anda por lugares secos, pero no
vive en los lugares secos y apartados. Oh Señor fortalece tus iglesias en las
grandes ciudades, llénalas con tu Espíritu, bendice la obra urbana y que cuando
digamos: “Vayamos hasta aquella ciudad y traficaremos y ganaremos” (Sgo. 4:13),
no pequemos, no nos enfriemos, no pertenezcamos a ese mundo, no nos
materialicemos, no nos corrompamos. ¿No afligimos nuestra alma justificada al
ver la conducta nefanda de nuestros ciudadanos? (2 Pe. 2:6-9). ¿No lloraremos
por ella como Lot dentro de Sodoma? ¿No intercederemos ante Dios por la
salvación de ellas como Abraham, que trataba de salvarlas con sus oraciones? ¿O
nuestro corazón se enamora de sus vanidades, de sus modas, de sus adelantos y
tecnologías, de sus teatros, de sus cines, de sus calles llenas de comercios y
sitios prohibidos para un santo? ¿O se enardecerá nuestro corazón como el de
Pablo cuando miraba Atenas entregada a la idolatría? ¿Amamos tanto las ciudades
como para clamar a Dios por ellas y trabajamos incansablemente para salvarlas?
(Hch. 17: 16) ¿No nos es una carga sus crímenes, sus asesinatos por robo, toda
injusticia, sus prostitutas en las calles, la inseguridad ciudadana, sus
guetos? Oh Dios del cielo, ayúdanos a testificar de tu Hijo en las ciudades, y
bendice tu Jerusalén, la celestial, la iglesia. Amén.
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