A David lo criaron como un elegido de Dios, a otros elegidos no


Salmo 22:6-10
“Pero tú eres el que me sacó del vientre; el que me hizo estar confiado desde que estaba a los pechos de mi madre. Sobre ti fui echado desde antes de nacer; desde el vientre de mi madre, tú eres mi Dios”. 

Aquí hallamos a un hijo que se considera un elegido por Dios, que es de Dios desde el parto y antes del parto (vv.9,10); un hijo que está viviendo momentos difíciles cuya vida espiritual no está edificada sobre la llamada autoestima (v.6) porque lo hallamos deprimido y triste, sino sobre la gracia de Dios, un hijo que camina con Dios a pesar que pertenece a una minoría (v.6); con una fe resistente al desprecio, las muecas, las burlas y el desaire (vv.6,7); que confiesa su creencia en Dios puesto que todos lo saben (v.8), y con una vida de fe que realmente disfruta sin aburrirse (v.8); los otros no pero él sí.

Con un par de padres que lo criaron más dependiente de Dios que de ellos mismos, “sobre ti fue echado” (v.10), un hijo que no les perteneciera y que pudiera vivir solo “cuando mi padre y mi madre me dejaren” (27:10); y por último, David decía,  “amo a Dios porque me amó primero, creo porque tengo Dios antes de nacer”.

Pero hay un cuadro distinto. David tenía el privilegio de tener padres santos que lo llevaban al tabernáculo, le enseñaban la ley de Dios, no se oponían cuando lo oían cantando himnos, aprendió a orar con ellos. Lo criaron como un elegido por Dios porque ellos así se tenían, como todos los judíos, pero ¿qué de aquellos que hemos nacido de padres sin religión, que sí hemos vivido en pecado, que no fuimos echados sobre Dios sino al mundo y a los deseos pecaminosos, que aprendimos a pecar desde chicos y viendo malos ejemplos? No buscábamos a Dios, no preguntábamos por él, ni sabíamos tocar la lira, el arpa y cantar. Lo último que hubiéramos pensado sería en dedicar el talento a la religión; estábamos muertos en delitos y pecados.

Pero ocurrió una cosa extraña, una “extraña obra” (Isa. 28:21), llegó hasta nosotros la palabra de Dios y el efecto que produjo fue especial, no el mismo que en otros que estaban a nuestro lado; ellos oyeron la voz pero no entendieron “ni vieron a nadie” (Hch.9:7) y a nosotros nos hablaba Cristo. Ocurrió un milagro en el gusto, nos encantó lo que oímos y nos pareció verdadera y la creímos, era algo distinto a lo que conocíamos por crianza, superior y mejor, un mundo maravilloso sin manchas y puro, y completamente cierto. Después nos dimos cuenta que habíamos sido “paridos” para creer aquello, descubrimos que nuestro “embrión vieron sus ojos” (Sal. 139:16), siempre nos había estado cuidando aunque “éramos hijos de ira lo mismo que los demás”, sin embargo no fuimos pasados por alto como la mayoría, y  nos sentimos privilegiados y escogidos por Dios para la salvación desde y antes de alojarnos en el vientre de nuestra madre (Ga. 1:15; 2 Te. 2:13).                                                                 

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