La Mona Lisa del viejo de la ventana
Un día, yendo en un carro fúnebre que llevaba
un muerto atrás en su caja y todo, queriendo convertir al cristianismo al
chofer le dijo que se iría al infierno con ropa y todo si no se arrepentía de
sus pecados y aceptaba a Cristo para sus perdones, como le pasó, y lo dijo
volteando la cabeza hacia atrás y mirando el ataúd, a ese tipo encajonado. Y lo
que son las cosas de la historia, que no es nítida leyenda, el muerto que había
sido beodo y renuente a poner una pata en la iglesia, se despertó, y con la
mano izquierda destapó la caja y le dijo que él no se había muerto por ninguna
borrachera sino que había sido condenado injustamente por el señor juez de la
tremenda corte, resolviendo su tremendo caso, metiéndolo detrás de las rejas
por un tiempo lo cual fue completamente injusto porque habían dejado en
libertad a un tramposo llamado Tres Patines que con sus ocurrencia hizo que se
desternillara de risa el juez y el secretario que tomaba nota. El chofer
asustado perdió el control del auto y tuvieron un accidente, pero nadie salió
con heridas graves ni siquiera el vuelto a la vida que por cierto se llamaba
Lázaro.
Otra cosa, como mi mujer sabe ahorrar, sin
tacañería, por aquel tiempo reunió suficiente para comprarse un caballo al cual
le puso por nombre Pompeyo. Sobre él, ella ágil como el viento, de un solo
salto, sin que nadie le ayudara, caía sobre el animal, que lo prefería sin
silla de montar, a pelo limpio, y lo trotaba a una velocidad que parecía un
zepelín.
En cuanto al dichoso Lázaro cuando se
identificó lo primero que hizo fue quejarse de que la gente le reprochara que
no había contado ninguna cosa acerca de su estancia en ultratumba. Ni que esta
boca es mía. Mudo. Y con el conocimiento de una persona culta dijo que eso
podrían verlo en la película “lo que el viento se llevó”. Entonces, sacó del
bolsillo su carnet de conducir y lo mostró enseñándoles su foto, nacido en la
ciudad de Betania o sea junto, pero a un costado de Potrerillo.
Lázaro era un buen chico, taciturno, pero un
gran joven que prometía tener futuro, y también un par de hermanas, que
pertenecían a la clase media alta, o rica de la ciudad, María y Marta, ambas
con una casona fabricada al estilo de las que construyeron los españoles en
Hispanoamérica, grandísima con un portal alrededor, un estadio de pelota, que
todavía no se le llamaba béisbol, construido por los indios taínos. María era
cristianísima, y la otra también una gran creyente y excelente cocinera que
daba gusto cuando asaba algún puerquito en el patio de la casa, y los judíos
aún hasta los más ortodoxos se cubrían casi todo el rostro para no ser
descubiertos, pues el perfume delicioso que emitía el cerdito sazonado, llegaba
hasta las sinagogas, porque había varias y mi mujer, mi valquiria, sin decirle
palabra alguna a los judíos que fueron atraídos al patio de la casa, se
convertían al cristianismo a cambio de una masa frita. Así repartió mi diosita
alemana, todo el cerdo, dejando solamente para ella alguna que otra pequeña
cáscara, quiero decir trocitos de pellejo, que le gusta con arrebato. La gente
simpatizante con ella se enteró que tenía un proyecto en su cabeza y lo había
expresado, sin pedírselo nadie comenzaron a hacerle cheques bancarios, con el
signo del Banco de América, Wells Fargo, y otros desnutridos competidores, y la
espabilada muchacha los depositó en un santiamén y fue tanta la suma que fue
capaz para construir un gran edificio que fuera apropiado para todos sus
seguidores. Mayormente publicanos y pecadores. Se trató de una catedral tan
alta que ni a un aura tiñosa podía posarse en la cruz. ¿Qué si estoy contando
toda la verdad? Seguro que sí, porque un amigo del correo, Julio, le mostró un
telegrama, que había llegado a la misionera desde París, más bien era un fax,
pidiéndole los planos del edificio para construir una que fuera idéntica, y
ella siempre generosa y como no le habían costado nada porque los había
dibujado a su gusto y antojo, y el edificio había quedado tan bello que dejaba
boquiabiertos a todos los guajiros, y los turistas alemanes, rusos y de los
Balcanes. En cuanto a los planos se los envió, pero le advirtió a Julio Verne
que si le hacía falta algún dinerillo ella se lo enviaría porque le había
sobrado pero le pedía que cuando revisara su novela no tirara desde la torre al
cura, que eso era una salvajada, sino que arreglara esa parte del final, sin
embargo dejara lo que dijo el jorobado y desagradecido, porque es memorable
“oh, todo lo que yo amé”. Julito, como en confianza le decía, dijo que ya eso
no podía hacerlo pero que quizás en el futuro podría cambiar la historia re
escribirla, como hacen los políticos para obtener votos.
Por esa época más o menos fue que yo la
conocí y estuvimos enamorándonos, sin casarnos y sin pecadillos exagerados,
durante cinco larguísimos años porque mi señora, casta como un ángel, se negaba
a darme un beso antes de casarse, y en ese pugilato estuvimos por todo ese
tiempo hasta que al fin accedió, y ¿saben lo que me dio? ¡Un ósculo santo!, que
deposité en uno de los libros de mi biblioteca, a la custodia de su autor amigo
mío que conocí en Ginebra, Suiza llamado Juan, aunque todo el mundo lo conoce
por su apellido Calvino. Si usted visita en alguna ocasión mi biblioteca no
vaya a abrir la enciclopédica y muy querida obra de ese autor, que es titulada
Institución de la Religión Cristiana, ni llevarse ningún libro sin permiso mío,
porque ahí está el beso de mi mujer y de vez en cuando al abrir esa página el
beso salta y se repite. Se cumplieron los cinco años de celibato de los dos.
Asistió a la boda toda la realeza bautista de la Habana, los guardias del
Castillo del Morro, si no estaban de turno, los empleados del hotel Riviera que
conocían bien la pareja porque allí pasaron la luna de miel y se estaba
alojando en ese momento algunos alemanes que habían llegado en el último vuelo,
ascendientes de mi querida valquiria. Hasta un ruso se coló y estuvo en la
fiesta y vino a darme un beso en la boca y por poco le doy una trompada.
El viejo de la ventana cuenta las cosas mejor
que yo. La tardanza en casarse resultó ser, que el susodicho estuvo cuatro años
pidiéndole un beso, un besito nada más y ella negándose, que no y que no, hasta
que dejara de fumar habanos y comenzara a beber el café descafeinado. Al fin
aceptó el cambio, tiró el habano a la calle, el alegre perrito, el mismo de la
dama de Antón Chejov, Mocho, se lo fumó antes que se apagara, se dirigió hacia
la cerca del vecino levantó la patita, e hizo pis, se volvió sonriente y la
mujer del café se sonrió también, y le tiró un beso que pasó volando cerca de
la oreja del marido, que quiso atraparlo y como ella tenía otro extra, abrió su
corazón y se lo dio a él, que lo saboreó hasta que la luna le dijo adiós y le
pidió a ambos que siguieran queriéndose como lunáticos. Y así ha sido, el
periódico local La Gaceta de Potrerillo, habló del romance y de la catedral, y
de la Alhambra donde ella había sembrado flores, y como un obsequio especial el
influyente director de La Gaceta descolgó del museo del Louvre, el cuadro de la
Mona Lisa, de Leonardo da Vinci, que tiene idéntico parecido a mi mujer, mi
Gioconda, y se lo regaló. Don Carlos, el mismísimo emperador español los invitó
a que pasaran la luna de miel en su palacio en Granada, y yo, el mitómano viejo
de la ventana de un efficiency alquilado, el marido de la bella dama no la de
da Vinci, si no la mía, la de la taza de café caliente y descafeinado, a ella
le regalo hoy 25 de abril del año 2020, esta loca historia con un beso.
Autor: pastor Humberto Pérez.
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