Jesús conocía su agenda
Marcos 14:43-50
(Mt. 26:47-56; Luc.
22:47-53; Jn. 1:.2-11)
43 Luego, hablando él aún, vino
Judas, que era uno de los doce, y con él mucha gente con espadas y palos, de
parte de los principales sacerdotes y de los escribas y de los ancianos. 44
Y el que le entregaba les había dado señal, diciendo: Al que yo besare, ése es;
prendedle, y llevadle con seguridad. 45 Y cuando vino, se acercó
luego a él, y le dijo: Maestro, Maestro. Y le besó. 46 Entonces
ellos le echaron mano, y le prendieron.47 Pero uno de los que
estaban allí, sacando la espada, hirió al siervo del sumo sacerdote, cortándole
la oreja. 48 Y respondiendo Jesús, les dijo: ¿Como contra un ladrón
habéis salido con espadas y con palos para prenderme? 49 Cada día
estaba con vosotros enseñando en el templo, y no me prendisteis; pero es así,
para que se cumplan las Escrituras. 50 Entonces todos los
discípulos, dejándole, huyeron.
Este es un cuadro vergonzoso, un acontecimiento
repugnante, una visión desagradable para cualquier espectador, mirar al frente
de esta banda de tipos injustos, a Judas Iscariote, el que fuera uno de los
doce, un mercenario barato que por poquísimo dinero no sólo entregó una
información sino que condujo la operación completa llevándolos hasta el sitio
de oración donde se encontraba aquel Caballero Ungido, con la frente todavía
perlada con sudor de sangre.
¡Ingrato!
El tesorero ladrón de un grupo de pobres,
cuyo líder recibía caritativas donaciones sin solicitarlas, y él las hurtaba
echándose en el bolsillo las monedas sagradas. Olvidado de toda la bondad que
con él se usó y la confianza que se le tuvo, decidió también dejar vacante la
cátedra apostólica por casi nada. El individuo no solamente es un traidor, un
mercenario, sino además un insufrible hipócrita que se abalanza al cuello de su
víctima como si fuera un hermano, lo abraza y lo besa, para con afectos
postizos señalar fraternalmente a quien se deben llevar preso y dejar libres a
los otros. Y el Maestro, el Profeta, el Cordero de Dios que quita el pecado del
mundo, el Mesías, el Hijo del Hombre, es aprehendido por obra y gracia de esa
pobre criatura apóstata.
Uno del grupo nombrado Pedro ofreció una pequeña
resistencia con un acto violento, impropio de lo que se le había enseñado y
corta la oreja de uno de los agresores, la cual Jesús recoge y la restablece a su
lugar, sin recibir las gracias de nadie ni evitar con esa bondad que se suprima
la fechoría que estaban cometiendo. No discutió con ninguno de ellos ni pidió
alguna orden de arresto escrita para entregarse sin resistencia, sino porque
conocía su destino, extendió las manos que inmediatamente fueron atadas,
temiendo ellos que las utilizara en su contra cuando todavía sus dedos estaban
húmedos de la sangre de Malco, que no se interpuso nunca ni dio siquiera
indicio de desaprobación de lo que estaba ocurriendo. Ingratitud por todos
lados.
Lo único que dijo fue que él no era un hombre
violento y que no era necesario venir equipados con armas de guerra y con
vulgares palos, como una turba violenta, a prenderle como si hubiese robado
alguna casa o asaltado algún bolsillo a alguien en el mercado. Sentían miedo de
aquel Hombre y de la gente sencilla que él discipulaba. Jamás ha habido una
detención judicial tan burda e infame como esta, dirigida por un grupo de
hombres religiosos envenenados por la envidia, altaneros y equivocados, y
llevada a cabo por gente anónima, fanática y poco pensante.
Gente de escaso
valor intelectual, sin más principio que la conveniencia, de lo más común de la
población que se prestaba sin forcejeo civil ninguno a cumplir los deseos de
los que tenían el poder y de quienes podrían obtener beneficios haciendo este
favor injusto. Y se lo llevaron, se entregó, hecho todo un Hombre virtuoso que se pone a
disposición de un aparato impío, que con datos en su contra preconcebidos, le
formularían acusaciones inventadas por delitos que nunca cometió y jamás
pudieron probárselos. Pero se colocó en sus manos sin mostrar resistencia
porque conocía la Sagrada Escritura y el rol que él conscientemente tenía en
ella, y había leído su agenda, y que
entendiéndolo bien eran los decretos del Padre para su vida, muerte, y la
redención del mundo. Tenía nuestros nombres en su hombro sacerdotal puestos, y
engastados en oro y amor con la mente los acariciaba en su corazón.
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