El judaísmo sin Trinidad no ha ganado el mundo
1 Pedro 1:20,21
“Ya destinado desde antes
de la fundación del mundo, pero manifestado en los postreros tiempos por amor de
vosotros, y mediante el cual creéis en Dios, quien le resucitó de los muertos y
le ha dado gloria, para que vuestra fe y esperanza sean en Dios”.
Inmediatamente que el apóstol enseña a sus hermanos
el corazón mismo de la redención, que es la muerte de Cristo, pasa a indicarnos
el tiempo en que Jesucristo fue designado o escogido para expiar la
culpa de su pueblo y redimirlo de la esclavitud. Escribe que ya destinado desde antes de la fundación del
mundo. El apóstol les dice eso para que pudieran alejarse pronto de
aquella otrora vana manera de vivir y responder sabiamente a los que les
objetaran las nuevas costumbres separadas de ceremonias y ritos legales. Aquí
tendrían un buen fundamento para acallar toda objeción a su nueva profesión,
porque si Cristo murió como un sacrificio puro y anterior a todos los otros,
anterior incluso a la creación del mundo; no hay nada malo ir directamente al
más antiguo de los cuales los sacrificios actuales de la ley eran sólo copias
que lo anunciaban para el tiempo.
Es algo maravilloso pensar que el plan de nuestra
salvación es anterior al de la creación del mundo y que este fue creado como un
medio para cumplimentar el propósito de Dios de rescatarnos y que fuésemos
depositarios de su gloria. Si no hubiera habido un plan de salvación no habría
habido jamás creación del mundo, porque todo
fue creado por él, para él y para su gloria (Col.1:16).
La preservación del evangelio, de la historia de
Cristo, la supervivencia de la iglesia es más importante para Dios que
cualquier preocupación humana sobre el medio ambiente, la capa de ozono o el
mar. Si alguien quisiera apartarnos del temor de Dios podríamos responderle de
esta manera: “Cristo murió por mis pecados antes de crearlo todo. Que yo viva
para él es más importante que el mundo siga existiendo”.
También el texto nos indica un privilegio, que
tenían aquellos hermanos, que se les manifestara Cristo en aquella época. Sus
predecesores sólo podían palpar en la obscuridad de aquellas sombras la silueta
del Hijo de Dios, pero sin poder aprehenderla plenamente, en cambio, aquellos
dispersados, como nosotros, tenemos el privilegio de que por la historia
evangélica se nos presente él mismo a cara descubierta. Podemos agradecer al
Señor el momento que escogió para nuestro nacimiento físico y espiritual,
siendo nosotros anónimos gentiles nunca habríamos tenido alguna conexión con
aquellas sombras judías, ni aun habiendo vivido dos mil años atrás.
Nuestra condenación hubiera sido segura si Dios en
su amor no hubiera predestinado la aparición nuestra en este mundo, en los postreros tiempos y que nos
hubiese revelado a su Hijo por la gracia. Quizás la principal razón para que
haya habido un gran adelanto de la ciencia moderna sea el alcance de los oídos
de los escogidos que por miles de medios visuales, sonoros y escritos son
alcanzados diariamente mientras se completa la iglesia. El móvil de toda
nuestra salvación es el amor de
Dios, “por amor a vosotros”,
dice él. La aparición oportuna de Jesucristo en el cumplimiento del tiempo, su muerte en la cruz cuando hubo llegado su hora, su revelación al
mundo, todo es producto de su amor.
Podemos descubrir que el texto cómo se puede
realmente creer en Dios, mediante Jesucristo, “y mediante el cual creéis en Dios” (v.21). Esa misma importancia
de tener a Cristo para acercarnos a Dios la subraya Pablo en su epístola a los
Efesios 2:12,13. Una y otra vez el Espíritu nos hace ver en los evangelios que
nadie puede acercarse al Padre sino por él, que ninguno podrá realmente conocer
a Dios sin su Hijo. El privilegio de ser salvo es el mayor que alguien puede
tener en el mundo.
Si aquellos hermanos eran sinceros sabrían que el
apóstol estaba diciendo la verdad. ¿Qué concepto tendríamos de Dios si alguno?
Cuando la fe cristiana llegó a aquellos gentiles romanos, griegos, o bárbaros,
vivían en la más grosera idolatría. El monoteísmo actual de los gentiles es un
don del cristianismo.
En dos mil años de existencia la iglesia ha
demostrado que su cristianismo trinitario no destroza el monoteísmo mosaico,
sino que ha hecho que Dios sea esencialmente manifestado en el mundo y que de
otro modo hubiera permanecido incognoscible, en regiones tan obscuras
espiritualmente en el planeta como la nuestra, donde estábamos. El judaísmo sin
trinidad no ha ganado al mundo. Lo cierto es que el hombre, como dice Calvino,
le es imposible pensar en las profundidades del ser divino, sin Jesucristo.
Y nosotros agradecemos haber heredado toda la
riqueza que Israel hasta el momento ha desechado, a Jesucristo y sus apóstoles. Pedro comenzó con Cristo,
muriendo en la eternidad, revelado por amor en el tiempo, pero lo regresa a
donde estaba primero, junto a la gloria del Padre, no sin antes ver muerte,
pero no corrupción y ahí mismo señala el centro de la fe y la esperanza en
Dios, la resurrección de Cristo (v.21). Me parece que la intención del
apóstol es hacer énfasis en la unión entre el Padre y el Hijo, o como él mejor
lo dice, entre Dios y Cristo. El Nuevo testamento en otros sitios habla de la fe en Cristo (Efe.1:5;
Col.1:4,2:5; 2Ti..3:15;Sgo.2:1), pero
aquí se nos dice, “para que vuestra fe
y esperanza sean en Dios”. No hay ninguna contradicción y concuerda
perfectamente desde los mismos reclamos que Jesús hizo hacia sí mismo para
conocer al Padre o para llegar a él como lo que dicen otros escritores. Cristo
es el autor de la fe, su consumador, es lógico que para poder creer en Dios,
mediante él, hay que confiar en lo que revela. Lo mismo se puede decir de la
esperanza (Col.1:27). Pero de un modo o de otro siempre ambos están unidos. El
evangelio no es un apéndice extraño al judaísmo, no es otro Dios el que Cristo
revela. Es el mismo del Antiguo Testamento no conocido hasta ese momento en la
Persona eterna de Jesús.
El Nuevo Testamento es enfático en eso, no es una negación
de la revelación veterotestamentaria,
sino un avance y complemento de ella. Pero quizás el elemento más sorprendente
en el naciente cristianismo, el evento más pasmoso para el judaísmo fue la
afirmación de que Dios había resucitado a Cristo; las implicaciones que ese
hecho encerraba eran casi infinitas, era un testimonio inmenso a su veracidad,
un sello a todas sus obras y discursos. La resurrección es la señal de la
conmutación de nuestra condena y el hecho más sobresaliente de nuestra
esperanza. Tener fe sólo en sus señales lo convertiría en un milagrero, tener
fe sólo en aquel varón que echaba demonios con su palabra lo haría un
exorcista, confiar en la certeza de su doctrina nada más lo haría para nosotros
en un conspicuo reformador o tal vez un profeta, pero tener fe que Dios lo alzó
de la tumba y lo subió a su diestra colocándolo sobre todo principado y
potestad como medianero del linaje humano es la garantía más firme de la
admisión de su muerte substituta y de la seguridad de la vida eterna.
Para un hombre de poca fe no hay cosa que le abrume
más que su cada vez más cercana desaparición de esta tierra, pero tampoco hay
una doctrina que nos traiga más alegría y esperanza de regresar a la vida como
el levantamiento de Jesucristo. Esa fe, esa esperanza, hacen germinar el
concepto de fe en Dios a toda su amplitud soteriológica. Esta doctrina es el
nervio central de la seguridad de la vida eterna.
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