Con una sola cita bíblica es suficiente
1 Pedro 1:15,16
“Sino como aquel que os
llamó es santo, sed también vosotros santos en toda vuestra manera de vivir,
porque escrito esta: Sed santos porque yo soy santo”.
Aquí se me da la oportunidad de explicarles de modo
doctrinal la santificación del creyente, que no consiste en una esforzada
separación externa sin que medie, como motivación, otras acciones de la gracia
de Dios. No se puede negar que la influencia vivificadora del Espíritu Santo y
su presencia misma en el cristiano es la fuente de su santificación. Siendo así
el Espíritu nos “conduce a toda verdad”, nos “recuerda lo que él nos ha dicho”
para que seamos santos en relación con la obediencia a sus mandamientos. La
santificación no es un estado interno de beatífica paz, sino más bien una
victoria que el creyente gana tras un arduo y continuado combate, quedando
a veces, coronado pero herida su memoria, y cansado.
Según nuestro texto la razón que hace posible
nuestra santificación es la adopción.
Conocemos que Pedro se halla hablándoles a hijos de Dios, a hijos obedientes, a
hijos que poseen el Espíritu del Unigénito. Cuando se habla de santificación,
como proceso interno de separación del mundo, como triunfo sobre el pecado, hay
que referirse a los hijos de Dios. La Confesión de 1689 define la adopción así,
“con aquellos que son justificados, Dios se compromete, en su Unigénito Hijo
Jesucristo y por éste a hacerlos participantes de la gracia de la adopción, por
la cual son recibidos en el número y gozan de las libertades y privilegios de
los hijos de Dios, tienen su nombre escrito en ellos, reciben el Espíritu de
adopción…” (Efe.1:5; Ga.4:4-5,6; Jn.1:12; “La Confesión de Fe de Londres de 1689”).
Sobre ese fundamento Pedro les apela al ejemplo
paternal. Pero tampoco dice “son hijos, vivan como vuestro Padre” sino que
introduce una nueva razón doctrinal juntamente con la adopción, el
llamamiento eficaz, “como aquel que os
llamó es santo”. Eso es ir al origen mismo de la salvación, la
regeneración. La santificación empieza allí mismo, en la implantación del principio
de vida divina en el alma del creyente.
¿Quiere ser santo? Tiene que nacer de nuevo. Dios
tiene que en su infinita misericordia llamarle, atraerlo hacia él. El apóstol
les recuerda eso, que han sido llamados, término que por un lado se
acerca a la elección eterna, “porque muchos son llamados más pocos escogidos” (Mt.20:16), y por el otro al propósito suyo,
porque ese es su plan antes de que el mundo se fundara, “estos es a los que
conforme a su propósito son llamados
y a los que predestinó a estos también llamó
y a los que llamó a estos
también justificó” (Ro.8:28,30).
Si Dios nos ha llamado a salvación, como él debemos
vivir. Oh hermanos, empecemos por eso, implorándole al Señor esa gracia, la de
que nos reciba por hijos, la de que nos admita dentro de su familia y nos haga
coherederos con Cristo. Siendo hijos, ¿no hemos de reflejar nuestro linaje?;
“linaje de Dios” le llama Pablo. ¿No debemos honrar el nombre de nuestro Padre
con nuestro estilo de vida puro? La santificación es parte del propósito de
Dios para nosotros concebido en la eternidad. No es nuestra justificación, no
es nuestra adopción, no es la regeneración, pero está relacionada con todo eso.
En segundo lugar el apóstol señala la autoridad
sobre la cual hace el llamamiento a la santificación, la Escritura, “porque escrito está”. Esa cita está tomada de Lev.11:45,46, “porque yo
soy Jehová que os hago subir de la tierra de Egipto para ser vuestro Dios:
Seréis, pues santos, porque yo soy santo”.
Pedro pudo haber apelado a la preciosa vida de Jesús
como ejemplo para santidad, aunque ciertamente lo usa en otras aplicaciones
(2:21,22), aquí demanda nuestra santificación de acuerdo a la autoridad de la revelación
escrita. Bástenos que se nos diga “la Escritura dice” para que por respeto
a su autoridad desistamos de cualquier deseo de pecar. Si nos dan una sola
razón con ella en la mano para que seamos santos, no debemos pedir más ni
necesitar otras, ni un sermón, ni diez. Con una sola razón escritural que Dios
nos dé para dirigirnos en un sentido debe sernos suficiente.
La dureza de nuestros corazones es tal que el
martillo de la palabra de Jehová tiene que golpearlos casi seguidamente. Nos vemos obligados a observar que se trata de la
revelación escrita. La palabra de Dios era la Escritura. La Escritura era el Antiguo Testamento. La iglesia
cristiana siempre ha seguido haciendo uso de la Ley, los Salmos y los Profetas.
Aunque las iglesias del tiempo apostólico eran iglesias cristianas, el Antiguo
Testamento y el “más yo os digo”
de Jesús, eran sus únicas fuentes de autoridad. El Nuevo Testamento surge no tanto
para abrogar el viejo, y con todo lo que diga He.8:13, que el nuevo tiene
mejores promesas, sino para complementarlo; y hoy, interpretado de acuerdo a lo
que el Señor dijo, hizo y fue, debe ocupar un puesto privilegiado en la
enseñanza de la iglesia.
Pablo escribiendo a su discípulo dice, “y que dese
la niñez has sabido las Sagradas Escrituras (o Santas) las cuales te pueden
hacer sabio para la salvación por la fe que es en Cristo Jesús” (2Ti.3:15). No se trata de vivir agradando a Dios porque se tuvo un
sueño o por alguna impresionante visión, sino porque la palabra del Señor lo
pide. La Escritura es la única
fuente de autoridad que puede ser llamada palabra de Dios.
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