Isaías y Calvino aconsejan a los desanimados
Isaías 49: 1-4
"Jehová me llamó desde el vientre de
mi madre, puso en mi boca espada aguda, me dijo mi siervo eres, pero yo dije
por demás he trabajado".
En este capítulo aparecen los dos desalentados:
el profeta (v. 4) e Israel (v. 14). Él se siente frustrado porque en vano ha
trabajado, de balde ha consumido sus días predicándoles. Pero no duda de su
vocación (v. 1). Reconoce que sus predicaciones han sido fuertes (v. 2) y que
la mano del Señor ha estado sobre él en cada palabra que ha dicho. El Señor le
dijo, "ese es mi pueblo, háblale aunque tengas un ministerio sin
fruto". Oh Señor nos hemos sentido así, como si hubiéramos vivido por
gusto. El Señor le dice, “yérguete sobre tu desaliento”; y podría decir, “mi ministerio
se halla delante de Jehová y mi recompensa en su mano”. “Mi “justicia”, o sea,
“mi conducta, fidelidad, ministerio”. Dios conocía lo que había hecho y su
recompensa se hallaba en el cielo. Meditar en 2
Co. 12: 15, “y yo muy gustosamente gastaré lo mío, y aun yo mismo me gastaré
por vuestras almas. Si os amo más, ¿seré amado menos?”.
Calvino comenta:
“Aunque no veamos el fruto de nuestros trabajos,
podemos estar contentos por esta razón, el testimonio de nuestra conciencia que
estamos sirviendo a Dios para quien nuestra obediencia es aceptable. Cristo
anima a los piadosos maestros a luchar ardientemente hasta que obtengan la
victoria sobre la tentación y que poniendo a un lado la malicia del mundo
continúen contentos en el desempeño de su deber y no permitirle al corazón
desalentarse. Si al Señor le complace probar nuestra fe y paciencia hasta el
punto que no obtengamos ningún provecho de nuestra labor, debemos reposar sobre
nuestra conciencia. Si no somos capaces
de ser consolados con ese testimonio es que nuestra motivación de servicio a
Dios no es pura sino que somos movidos por el mundo y nuestras ambiciones.
“Sin embargo aquí Cristo y la iglesia acusan al mundo
de ingratitud porque ella se queja de tal manera que acusa al mundo por no dar
fruto ante el evangelio que en sí mismo es eficaz y poderoso. Toda la culpa la
cargan los hombres que con obstinación rechazan la gracia de Dios que una y
otra vez se les ofrecen, cavando su propia destrucción… son los hombres y no el
evangelio los que tienen que ser acusados de improductivo. Los ministros santos
que con amargura se quejan que los hombres perecen por sus propios pecados y se
sienten mal consigo mismos por no poder evitar tan grande perversidad, deben
consolarse y animarse y nunca abandonar la espada y el escudo y no piensen que
mejor se ocuparían en otra cosa que predicando el evangelio”.
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