Amor tras la guerra
Daniel 4:19
“Entonces Daniel, cuyo nombre
era Beltsasar, quedó atónito casi una hora, y sus pensamientos lo turbaban. El
rey habló y dijo: Beltsasar, no te turben ni el sueño ni su interpretación.
Beltsasar respondió y dijo: Señor mío, el sueño sea para tus enemigos, y su interpretación
para los que mal te quieren”.
No
fueron sólo palabras de cortesía y respeto que usualmente se oían en la corte
sino salidas del verdadero corazón de un ministro de Dios, un hijo de la
deportación que le habla al gobernante que conquistó y masacró su nación. No
siente odio político ni rabia para los enemigos de su pueblo. Su teología le permitía “amar a sus enemigos”
o por lo menos a los que fueron sus enemigos y ahora son los esclavistas.
Digo su
teología porque miraba las desgracias de su nación en manos de la otra como
largamente anunciada por los profetas y merecida por su patria, y que como
castigo le había caído encima por decreto de la soberanía de Dios. Daniel
enseña lo que es amor tras la guerra,
al amor de los vencidos para los vencedores; introduce el olvido, el perdón, la
cooperación con aquellos mismos que fueron los invasores.
Las
guerras generalmente lo que dejan es odio y más odio, rencores e inolvidables e
imperdonables horrores, y los descendientes de los sobrevivientes no pueden
vivir sanamente por las verdades históricas que padres y maestros transmiten,
algunas veces con deseos de inocular hasta el alma la retribución y la
venganza, y no les dejan quitarse de la memoria los sonidos de los grillos y
cadenas con que les sujetaron las manos y los pies para emprender el largo
recorrido hacia el extranjero, y no dejándoles dormir ni morir aquellas añejas
amarguras, y se las despiertan y resucitan con los cantos de “odio eterno” a
los que los saquearon, explotaron y rompieron su cultura.
El odio
no será eterno, nunca lo ha sido, el amor sí es eterno. Se sacan lecciones de
la historia y no se les inocula odio, se hacen pueblos nuevos mentalmente
sanos. Por eso Daniel le dijo al rey Nabucodonosor, “Señor mío sea todo lo malo
de la revelación de este sueño para los
que te odian y su interpretación para tus adversarios”, y el rey miró admirado
a aquel joven que ya era distinto a los que en su misma ciudad anhelaban
estrellar los niños de los babilonios contra las piedras (Sal. 137:1-9). En los ojos de Jesús jamás hubo una chispa de odio,
ni cuando sudaba sangre ni cuando lo clavaron en la cruz.
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