Una visión del más allá


Hechos 7:54-60 
54 Oyendo estas cosas, se enfurecían en sus corazones, y crujían los dientes contra él.  55 Pero Esteban, lleno del Espíritu Santo, puestos los ojos en el cielo, vio la gloria de Dios, y a Jesús que estaba a la diestra de Dios, 56 y dijo: He aquí, veo los cielos abiertos, y al Hijo del Hombre que está a la diestra de Dios. 57 Entonces ellos, dando grandes voces, se taparon los oídos, y arremetieron a una contra él. 58 Y echándole fuera de la ciudad, le apedrearon; y los testigos pusieron sus ropas a los pies de un joven que se llamaba Saulo. 59 Y apedreaban a Esteban, mientras él invocaba y decía: Señor Jesús, recibe mi espíritu. 60 Y puesto de rodillas, clamó a gran voz: Señor, no les tomes en cuenta este pecado. Y habiendo dicho esto, durmió.


Esteban sabía el auditorio que tenía enfrente y a que se exponía cuando predicaba sobre aquel nombre que ellos no querían escuchar, Jesús; que se enfurecían y lejos de ser ablandados y la furia podría conducirlos al homicidio, como en efecto sin que él lo ignorara, ocurrió. Este gran diácono predicador tiene una gran visión del otro mundo, y en vez de callarse y confirmarse para sí la comprobación de las doctrinas de fe que ha estado predicando y por las cuales está a punto de ser ejecutado, las declara públicamente y les dice a estos adversarios que rechinaban sus dientes contra él, que Jesús al que ellos mataron y al cual perseguían y despreciaban, estaba entronado en el cielo y que eso no se lo podían negar, porque en ese mismo momento lo estaba mirando.

Sin embargo, su muerte no resultó en vano porque allí había un joven que aprobaba que lo mataran, Saulo de Tarso, que en poco tiempo después se habría de convertir en el más famoso de todos los apóstoles (Hch. 22: 20). La muerte de este primer mártir, por encima no parece haberle afectado mucho ni poco, y se marchó de allí sin que se le viera cambio alguno o cierta impresión. No obstante ese homicidio llegó  a formar parte de su conciencia cristiana y un elemento bueno en su humildad como ministro, porque nunca olvidó su pasado como perseguidor de la  iglesia de Dios (1 Co. 15: 9).

La aplicación es que no desesperemos porque nuestro testimonio y palabras no recogen resultados inmediatos, porque Dios hará el uso suficiente que estime conveniente. Quizá nuestra participación en la vida de alguien sea formar parte solamente de su experiencia cristiana, provocarles algún remordimiento por todo el daño que nos han hecho. Esteban murió sin saber que en ese momento lo estaba mirando alguien que llegaría a ser el mejor predicador del mundo, el apóstol Pablo. Por eso, nadie padezca como homicida o ladrón o por entremeterse en lo ajeno, sino como cristiano (1 Pe. 4: 15,16); nuestra participación en la vida de un gran santo aunque sea mínima es importante y vale la pena sufrir mucho o poco para ayudar a formar el carácter cristiano de un hermano y su ministerio. Hasta dónde Dios va a llevar nuestra influencia no lo sabemos, pero no queramos ser más grandes ni más útiles en el reino que lo que Dios quiere que seamos. Nos podemos considerar bienaventurados y privilegiados de que nuestra risa o lágrimas ayuden a alguien, especialmente cuando somos víctimas.

Se ve que los que viven como un ángel, por la influencia de la palabra de Dios en sus vidas (Hch. 6: 15), pueden hablar como profetas y morir como Jesús (vv. 59, 60). Esteban fue ante todo un varón lleno del Espíritu Santo que en sus horas críticas y para hallar soluciones volvía  sus ojos al cielo, no se defendía de sus enemigos con las manos sino que ponía ante  ellos la Escritura y oraba (v. 55). En sus últimos momentos, cuando no podía hacer nada, trataba de no mirar a los hombres sino a Jesús, llamándolo, no para que deshiciera en pedazos a sus adversarios sino para que los perdonara (v. 60). Si Esteban muere viendo a Jesús, Jesús lo está viendo a él. 

Créanlo o no, quieran oírlo o no, en su experiencia espiritual final corrobora que es totalmente cierto el credo que había aprendido en la iglesia que Jesús ascendió al cielo, que está a la diestra del Padre y por supuesto, que de allí ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos. Cuando llegue el momento final, quizá ante de salir de este mundo, pero en la hora misma de la muerte veremos a Jesús, antes de ver a nadie más lo veremos a él y seremos conducidos directamente adonde él se halla; en ese momento recibiremos confirmación, para los que queden vivos, para testimonio de ellos, que las doctrinas por las que hemos vivido y que hemos creído que son “indubitables” y “certísimas” realmente lo eran, e hicimos bien haber expuesto todo por ellas, a pesar de la ira ajena y el mal trato (Luc. 1:1,2; Hch. 1: 3).

No asentamos nuestra fe en las experiencias que de ultratumba nuestros hermanos nos dejen, sino sobre la revelación dada por Cristo a la iglesia, pero ellas suelen ser dejadas atrás, con la autorización de Dios, para promover la fe de los creyentes y traer esas materias a consideración de los incrédulos. Lo triste es que muchos cuando las oyen las tratan de explicar solamente como “alucinaciones” y para nada les sirven, si no es para enojarse o calificar a los muertos cristianos como fanáticos religiosos. Valen nuestras experiencias, amigo.

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