Lecciones sobre los sitios sagrados

           MATEO 17:5-8  

“Mientras estaba aún hablando, he aquí, una nube luminosa los cubrió; y una voz salió de la nube, diciendo: Este es mi Hijo amado en quien me he complacido; a El oíd. [6] Cuando los discípulos oyeron esto, cayeron sobre sus rostros y tuvieron gran temor. [7] Entonces se les acercó Jesús, y tocándolos, dijo: Levantaos y no temáis. [8] Y cuando alzaron sus ojos no vieron a nadie, sino a Jesús solo”.
Aquí hay lecciones sobre los sitios sagrados. Después que los apóstoles proponen al Señor hacer las tres tiendas, alguien pensaría que tendrían una respuesta. No la hubo. No hace falta. Los dos visitantes habían regresado a la eternidad. Es asombroso que se les ocurriera aquella quimera. ¿Qué harían los tres encerrados en aquel monte? ¿Comprarían el terreno? ¿Organizarían peregrinaciones hasta allí? ¿Reducirían un reino con destino mundial a unos metros de tierra? ¿Cautivarían al Señor?
¿No son más o menos lo mismo las ideas locas de construir ermitas, santuarios, mezquitas sagradas en los mismos lugares donde nacieron o murieron, o estuvieron los profetas y Jesús? Estas cosas posteriores son más descabelladas que las que soñó Pedro; para él los tabernáculos erigidos se hallarían habitados mientras que esos llamados lugares sagrados, visitados por millones de creyentes, están siempre vacíos. Moisés y Elías no retornaron más y nuestro Señor se fue viniendo luego pero en su Espíritu, no a una cabaña, sino a cualquier  parte donde se le invoque. Lo principal de ese movimiento espiritual que empieza no es construir edificios para enseñar las doctrinas, sino predicar las doctrinas primero, salvar, llenar el mundo de conocimiento. Dime, desconocido amigo, ¿hay algún punto de contacto entre el deseo de los apóstoles por construir primero que predicar y los que se esmeran más en construir casas de oración que agrupar gente dentro para hacerlo? ¿Qué hubiera sido de la gran comisión si ellos empiezan por estos bellos sueños arquitectónicos, gastando dinero y energías en ello? ¿Cómo costearían el alcance mundial del reino fabricando catedrales?
La respuesta divina a la petición de Pedro la dio Dios que la había escuchado. “Mientras él aún hablaba...” v.5. Es equivalente a un no. No habría cabañas, ni ermitas para peregrinaciones santas. El no del cielo no es tanto para bloquearles la intención sino para que supieran que es innecesaria. ¿Por qué desean retener a Elías y a Moisés? - Para que les instruyan como maestros-. El Padre dice que no, teniendo a Jesús no les hace falta más revelación, ni instrucción ni otros maestros, aun bajados del cielo. Ni aunque fuera el mismo autor de algún libro de la Escritura. No era necesario ni hace falta la ayuda de los mismos autores o protagonistas de episodios canónicos. Con ello el Padre negaba otra revelación fuera de Cristo. “A él oíd”. Ni de ángel, ni de espíritu.

También dijo no a la idea de igualar a Moisés y a Elías con Jesús. Igualar al Señor con los dos profetas, lo rebaja, es como estimar que le hace falta un complemento, una ayuda en la revelación. La llave para interpretar la ley, Moisés, y los profetas, Elías, no era ellos mismos sino Jesús. No había duda, para eso le visitaban en la tierra.
¿No cometen tremendo desvarío los que se sienten insatisfechos con lo que Jesús enseñó y buscan incluso, fuera de la Escritura, nuevas fuentes de información? ¿No hacen competir a esos profetas (o “profetas y profetisas”) con el Señor? (Ver Mt. 23:7-8). Aún los ángeles son enviados para socorro de los herederos de la salvación. Yo sé que los ángeles existen no porque me hayan ayudado fortaleciéndome en el púlpito, sobre el monte o en el Mar de Galilea sino en mi huerto, cuando sudé sangre. La inspiración de mis palabras me las da el Espíritu y ellos escuchan o “anhelan mirar” lo que digo. La revelación última es por el Hijo. Conozco a los ángeles, y bendigo a Dios por el ministerio encargado a ellos, para defenderme del maligno, para curar mis heridas, quitar de mi cabeza malos pensamientos, es decir, en el terreno de combate. No hubo permiso para construcción ni para ayudantes extras.

No solamente el Padre se opuso a la construcción de los tabernáculos, sino que añadió un testimonio a su favor. “Este es mi Hijo amado…” Su legítimo representante, su misma voz, su propia palabra. No vocero, siervo, profeta, sino Hijo. El mismo sentido que hallamos en Jn. 14:8-11.
Si es Hijo de Dios, su doctrina no está errada, su instrucción es infalible, el camino que señala, la verdad que revela, conduce sin errar a Dios. La iluminación de su cuerpo había sido una muestra de esa verdad, vistiéndose por algunos minutos de su ropaje de gloria celestial, con aquel esplendor que tuvo con el Padre antes que el mundo fuese; para luego, tras unos minutos volver a su apariencia de humillación. La transfiguración es su manifestación de esencia, forma y gloria. Estamos confiados, quien nos conduce al Padre es su mismo Hijo amado.
La voz le dijo más: “Mi Hijo amado”. ¿Para qué hacía falta un testimonio tan alto? ¿Por qué el Padre nos revela sus sentimientos más íntimos hacia Jesús, precisamente a sus apóstoles? Porque Jesús es el total y directo objeto del amor divino. El total y directo objeto del amor de Dios es Cristo, su Primogénito. “Sus hermanos”, nosotros, hechos conforme a su imagen, somos objeto de su amor por medio suyo, indirectamente. El amor de Dios llega hasta nosotros por mediación de El. Su vida y muerte no es sólo una prueba de su amor sino un vehículo suyo. “Porque de tal manera amó Dios al mundo que dio a su Hijo Unigénito para que todo aquel...” Jn.3:16. Ese, me parece, es la total y abarcativa explicación de la grandiosa expresión, ¡porque de tal manera!, que dio al que amaba más, para amar a los que no merecían ningún amor. Quita a Cristo del medio y su amor hacia ti se apagaría, porque todo lo que eres y tienes se lo debes a él; fuera de Cristo eres aborrecible.
Si Dios te acepta como hijo suyo es “en el Amado” Ef.1:5-6. Si no estuviera Cristo como Mediador, si no nos halláramos en él, seríamos “hijos de ira lo mismo que los demás” Ef.2:3. La meta del amor divino es Cristo, el Hijo, tú y yo somos incluidos en ese amor. Te aman con amor eterno, es cierto, porque fuiste escogido en Cristo desde antes de la fundación del mundo. Ef. 1:3-4. Mientras no estés en Cristo estás bajo ira, cuando por fe estás en Cristo, estás en amor.  ¿En qué forma vives, bajo ira o bajo cólera?
¿Qué hicieron los tres elegidos cuando les fue revelada esa verdad? Inmediatamente adoraron. “Al oír esto los discípulos se postraron sobre sus rostros, y tuvieron gran temor” v.6. Se asustaron. No por la luz gloriosa ni por el ruido impetuoso de la voz celestial, sino por lo que oyeron, por el mensaje que aquella voz les dejó. Dice: “Al oír esto”. ¿Por qué sintieron pánico si las palabras fueron, “éste es mi Hijo amado…? ¿Qué susto podía darles sino que ellos de por naturaleza no lo eran? ¿O sintieron miedo porque con imprudencia habían pedido para acompañarles dos instructores asistentes? Lo mismo lo uno que lo otro, o ambos. Cuando descubro que no soy amado fuera de Cristo o cuando me gozo que su amor profundo e inmenso fluye hacia mí por medio suyo, me lleno de reverencia y temor, adoro. ¿Te pasa igual? ¿O tú dices, con casi arrogancia, “Dios me ama, Dios me ama” sin pensar por quién te ama? ¿Cómo podrá amarte si a sus ojos purísimo no eres digno? Su amor llega a ti por medio de Aquél que aparta de Dios la ira. Propiciación.
Observa que esa verdad, como nos ama Dios, los asusta más que todo lo otro. Han visto a Jesús revestido de gloria, el alma de Moisés, y Elías glorificado en cuerpo, han sido cubiertos por una nube, pero todo ello no los estremece tanto como aquel mensaje de Dios, que el centro del amor divino no son ellos sino Jesús; el impresionante Hijo que contemplan, y que sus oídos deben estar siempre orientados hacia su boca. Aun los que somos tan favorecidos por Dios y sentimos los cálidos rayos de su amor en Cristo, nos arrodillamos con temor ante él; porque nuestra seguridad de ser amados y vivir eternamente, la agradece a su misericordia.

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