La soberanía de Dios y la política
Ezequiel 26: 2
"Tiro dijo contra Jerusalén: Ea, bien; quebrantada está la que era puerta de naciones; yo seré llena y ella desierta".
Mejor es traducirla “Jerusalén está rota, se abrió para mí y yo seré llena”. Toda esta espantosa aniquilación de la ciudad de Tiro, no es por su burla en sí, por su complacencia en la destrucción de Jerusalén, sino porque ella que vivía peor se hacía esperanzas mejores.
¿Conoces alguien que se goza cuando un cristiano es castigado por Dios y sin embargo vive impíamente? Mira la paja que hay en el ojo ajeno y no la viga que tiene en el propio. No hay ninguna mención en el texto de que ella identificara la caída de Jerusalén con algún juicio de Dios por sus maldades. Quizás miraba sólo política y militarmente el asunto.
Ninguna nación juzga los males de otra religiosamente; piensan que los pueblos merecen sus propios destinos sin un Dios que los dirija. Amados, las calamidades políticas y militares de las naciones tienen raíces morales; no pueden los pueblos sobrevivir sin la bendición de Dios. Estas costumbres sociales suelen dejar poco cambio en la vida religiosa de una nación; en tiempos de Jesús la ciudad continuaba espiritualmente endurecida e incrédula (Mt. 11: 21, 22).
La iglesia no debe buscar ni mirar los cambios sociales como el principal factor de mejora para el reino de Cristo. El bien que la transfiguración política trae a las iglesias es poco duradero y afecta poco el corazón religioso de la nación. Es la predicación de la iglesia, la Palabra profética la que realmente beneficia el reino de Cristo y produce cambios perdurables. Es la gracia de Dios más que los cambios sociales lo que cambia el corazón de un pueblo. Señor enseña a los pueblos a mirar sus pecados. ¡Oh Dios soberano, reina!
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