Una mujer con la mente en el cielo y los pies en la tierra


Lucas 8:40-48
(Mt. 9:18-26; Mr. 5:21-43)
 40 Cuando volvió Jesús, le recibió la multitud con gozo; porque todos le esperaban. 41 Entonces vino un varón llamado Jairo, que era principal de la sinagoga, y postrándose a los pies de Jesús, le rogaba que entrase en su casa; 42 porque tenía una hija única, como de doce años, que se estaba muriendo. Y mientras iba, la multitud le oprimía.43 Pero una mujer que padecía de flujo de sangre desde hacía doce años, y que había gastado en médicos todo cuanto tenía, y por ninguno había podido ser curada, 44 se le acercó por detrás y tocó el borde de su manto; y al instante se detuvo el flujo de su sangre.45 Entonces Jesús dijo: ¿Quién es el que me ha tocado? Y negando todos, dijo Pedro y los que con él estaban: Maestro, la multitud te aprieta y oprime, y dices: ¿Quién es el que me ha tocado? 46 Pero Jesús dijo: Alguien me ha tocado; porque yo he conocido que ha salido poder de mí. 47 Entonces, cuando la mujer vio que no había quedado oculta, vino temblando, y postrándose a sus pies, le declaró delante de todo el pueblo por qué causa le había tocado, y cómo al instante había sido sanada. 48 Y él le dijo: Hija, tu fe te ha salvado; ve en paz.


¡Pobre mujer, cuánto me alegro que se haya sanado! Pensó que Jesús tenía su solución y la encontró. Hay una palabra que ella odiaría, “flujo” y por ella todos los días tener que lidiar con ese problema. Cada vez que se mudaba los paños, se lamentaba y deseaba que fuera la última vez que tuviera que hacerlo; y eso no pasaba, nunca. Pálida, demacrada y con poca hemoglobina, se acercó como un espectro por detrás de Jesús y en el gentío, con menos dinero que esperanza. 

Cuánto no esperaba el día que dijera, “se cerró, estoy seca, hoy no tuve nada, sólo unas gotas, me estoy poniendo buena, ya casi lo estoy, ¡viva la vida!”. Y lo logró, el flujo se detuvo, cesó, paró, cuando casi sin levantar los pies llegó al borde de la ropa del Señor. Y entonces, adiós a los médicos y al gastadero de dinero.

Era una mujer virtuosa, pertinaz y con mucho sentido común. ¿Hizo mal en no dejar un solo nombre del catálogo de médicos que no fuera a ver?  En ninguna manera, era una mujer sensata y sabía lo que hacía. Uno da por recobrar la salud todo lo que tenga, y eso lo sabe hasta el diablo quien dijo, “piel por piel, todo lo que el hombre tenga lo dará por su vida” (Job 2:4). No dice que gastara su dinero en ropas, joyas, vinos y banquetes. 

Era una judía creyente; y bien investigada, sin fanatismo religioso. Supongo que había orado por sí misma, y otros creyentes acompañarla, y con todo, ni la familia, ni los consejeros les dijeron que no gastara más el dinero en vano. Sería todavía joven a juzgar por su ímpetu y lucha por su salud.

Dondequiera que supiera de un médico, lo visitaba y seguía sus concejos y tomaba sus medicinas.  No hallaba contradicción entre los médicos y la Biblia, que era su Pentateuco. Tenía fe y creía lo que los médicos decían. Oraba y se bebía el compuesto preparado. ¿Por qué no gastar dinero en farmacia si lo tenía? ¿Por qué no visitar médicos caros si podía costearlos? Y nada. Y en doce años todos fallaron. Dejaba uno por incompetente y se iba a otro con mejor recomendación. Visitaba el otro y cuando se iba pensaba que la había hecho sentir como un cliente y no como un paciente. Algunos de los tratamientos fueron dolorosos porque se dice que “había padecido mucho” con ellos. Y se supone. No sería cirugía ni quimioterapia, sino otra cosa peor y sin anestésicos.

Si se cuenta un médico por año visitó a doce. O estuvo ingresada en doce imaginarios hospitales. Y en cada consulta y en cada hospital, y  con cada tratamiento dejaba algo de su dinero, y con todo, la salud no volvió. No renegó de los médicos ni de las medicinas, ni tampoco de Dios. Siguió yendo a los médicos y creyendo en Dios, se sanara o no se sanara. Cuando se acercó a Jesús la sostenía mejor que los pies una gran fe y se dijo que tocando, siquiera el borde del manto del Señor, se sanaría. Al instante su enfermedad cesó y confirmó dentro de sí que entre la ciencia, la religión, las oraciones no contestadas, la fe, y el poder de Jesús, no había contradicción; que los discípulos del Carismático nazareno, contrario a los llamados Testigos de Jehová, podrían continuar yendo a la iglesia y a la consulta de su médico, y si se hubiera descubierto la circulación de la sangre, los tipos de ella y la transfusión cuando son compatibles, hubiera pagado sin pensarlo dos veces, por un litro o dos;  y por ese acople tan sabio en su experiencia espiritual, por tener la mente en el cielo y los pies en la tierra, era un valioso testimonio de balance doctrinal que Jesús no permitió que fuera a quedarse oculto.

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