Los de adentro y los de afuera

Colosenses 4:5
“Andad sabiamente para con los de afuera, aprovechando bien el tiempo”.  

A los inconversos se les llama “los de afuera”. Esa palabra significa mucho: fuera de la iglesia, de la fe, de la salvación; y por supuesto, sinónimo de “excluido”  “sin Dios, sin esperanza, sin Cristo” (1 Co. 5:11-13). La iglesia es una familia, una comunidad teológicamente cerrada (con una revelación completa; entendiendo teología por revelación) y cuya membresía es un privilegio concedido por Dios. Los que entran a ese círculo son añadidos por él; los que han sido hechos hijos suyos, adoptados por medio de su Espíritu, renacidos, justificados. La adición a la iglesia es una operación divina, no un esfuerzo humano ni un mecanismo que se cumple por medio del bautismo o del voto democrático. No todo el que quiera entrar podrá hacerlo, sino aquel que Dios quiere. Ni podrá permanecer en su seno aquel que no pertenezca a ella y no haya entrado por otro lado como un ladrón o salteador. Los que Dios añade a la iglesia “son de nosotros” y “permanecen con nosotros” (1 Jn. 2:19); perseveran en la comunión con ella. No se debe pensar en la membresía de la iglesia como una decisión humana sino divina.

Pero aunque la iglesia sea una familia, un cuerpo, una comunidad cerrada, no debe concentrarse en ella misma, tiene que mirar afuera porque forzosamente tiene diaria relación con los que allá están y son miembros encubiertos de la congregación santa, pero que viven impíamente como fornicarios, avaros, maldicientes, etc. (ver Jn 10.16; y Apc. 7:13, 14).  No le es posible cerrar los ojos a la realidad de los que se hallan fuera de ella porque conviven con ella, no hay una separación física entre los de adentro y los de afuera. Los de adentro y los de afuera; no implica una separación corporal o una entrada corporal, lo que se llama asistencia a los cultos y a las reuniones, sino una unión o separación espiritual, doctrinal, práctica, ética. Los términos mismos aplicados a ella: “santos” “elegidos” no implican una huída hacia un espacio lejano sino un rompimiento de conducta y vida. Los que se hallan “dentro” conviven necesariamente con los que están “afuera”, los ven y los tratan a diario porque son sus vecinos, sus familiares, sus conciudadanos. (dos textos para reflexionar (1 Co. 5:10; Efe. 2:12; etc.)

Entonces la palabra “redimiendo el tiempo” lo que quiere decir es, aprovechando las oportunidades. Si uno ora para que el Señor abra puertas (v. 3), y le da la oportunidad (no viajando a otros sitios sino en la misma área), y las rechaza o es negligente en aprovecharla, ¿cómo podría esperar que los que se hallan “afuera” entren? La comunidad cristiana intriga a los de afuera, no por el número de personas que se reúnen para adorar (todavía no se había desarrollado la ciencia de las estadísticas) sino por el testimonio, por la clase de vida que vivían, tanto entre los mismos miembros de la comunidad como el la relación de la comunidad con los de afuera. Los veían llamarse hermanos y vivir como hermanos, ayudarse los unos a los otros y preocuparse uno con los otros. Repito, el número no impresionaba a la sociedad sino la clase de vida que ella llevaba.  Y con respecto a los de afuera mismo, les intrigaba que las doctrinas de la comunidad los convirtieran en personas tan buenas. Si tenían que ir una milla iban dos, si se les quitaba la túnica dejaban la capa, si se les pedía algo prestado no lo rehusaban, si lo herían en una mejilla volvían la otra, no respondían maldición con maldición sino con bendición, no se vengaban ellos mismos, no mentían, no perjuraban, ninguna palabra corrompida salía de sus bocas, todos trabajaban y compartían lo que ganaban con los que tenían necesidad, se sentían bienaventurados si lloraban y el despojo de sus bienes lo sufrían con gozo. Los de afuera entraban a la iglesia no para formar un número sino parte de aquella vida gloriosa.


La religión que practicaban era monoteísta y cristocéntrica. Les hacían preguntas concretamente en relación con todo eso. No era la propaganda de la iglesia la que inquietaba a los de “afuera” porque ella no salía afuera como un producto al mercado, sino que se mezclaba entre ellos como un milagro de gracia, como la sal en los alimentos, (“palabra con gracia sazonada con sal”, 4: 6) y llegaba de ese modo a todas partes; no tanto por su popularidad sino por la convivencia. Para ese momento de inquietudes e interrogantes del mundo, ella debía tener una razón preparada, una palabra de gracia que indujera a los de afuera a unirse con los de adentro; y el tema principal era Cristo. 

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