Las manos de la partera y las de Dios
Salmo 71:
5,6
“Seguridad
mía desde mi juventud…”.
El salmista comienza pensando en su juventud y no
la lamenta; no se queja de que pasaron pronto y no la aprovechó, no le pesa
haberse consagrado a Dios en sus años mozos, “vivido en la fe del Hijo de Dios”, absteniéndose de “pasiones juveniles” y mirado al mundo
o lo que hay en el mundo, los deseos de los ojos, la vanagloria de la vida.
Venció al mundo y al Maligno en sus años juveniles (1Jn.2:13,14). No recuerda
aquellos años con lástima por sí mismo como si los hubiera vivido en vano. No,
no hizo mal, sino bien; porque “es
bueno que el hombre lleve el yugo desde su juventud” (Lam.3:27). No le
pesa haber vivido “piadosamente en
Cristo Jesús” (2Ti.3:12). Pero nota que en sus recuerdos va más
allá, sigue hasta acordarse de su niñez. No menciona que hubiera
heredado la fe de sus antepasados o que hubiera “sabido desde la niñez la Sagrada Escritura” porque no se llama
Timoteo (2Ti.3:15); piensa más bien en la providencia de Dios, en el día
de su nacimiento cuando alguien gritó: “Ha nacido un hijo varón”; reconoce que
sobre las manos de la partera se hallaban las de Dios. La madre tuvo un feliz
alumbramiento.
Pero
ahora los recuerdos del salmista se tornan imaginación y la imaginación,
preocupación, no por su presente sino por su futuro; medita en su vejez
(v.9). Piensa que llegará a ser dependiente de los demás igual que en su
nacimiento. Los años pasarán, la vida se tornará parecida al final como cuando
comenzó, dependiente, y con muchas desventajas. Ya no habrá salud, las
fuerzas se habrán agotado y tampoco habrá una mamá que lo tome en los brazos o
una abuela que lo acune, ni un padre que provea el sustento. Con todo, le quedan las de Dios el Padre
Celestial que no lo abandonará y quizás
no alargue sus días hasta ese extremo de inutilidad y dependencia, y como un
buen “siervo y fiel” le digan “entra en el gozo de tu Señor” (Mt.25:23).
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