Masacres, derrumbes y accidentes aéreos
LUCAS 13:1-5
“En este mismo tiempo
estaban allí algunos que le contaban acerca de los galileos cuya sangre Pilato
había mezclado con los sacrificios de ellos. Respondiendo Jesús, les dijo:
¿Pensáis que estos galileos, porque padecieron tales cosas, eran más pecadores
que todos los galileos? Os digo: No; antes si no os arrepentís, todos
pereceréis igualmente. O aquellos dieciocho sobre los cuales cayó la torre en
Siloé, y los mató, ¿pensáis que eran más culpables que todos los hombres que
habitan en Jerusalén? Os digo: No; antes si no os arrepentís, todos pereceréis
igualmente”.
Sobre ese asesinato y el
accidente de la torre, sólo se conoce esto. No siempre se puede determinar el carácter
moral de una persona por la clase de muerte que le ocurre, ni asegurar por ella
si ha sido castigada por Dios conforme a sus iniquidades o recompensado por su
bondad. Muchos santos han sufrido una muerte espantosa, como los mártires que
padecieron torturas horribles y luego los quemaron en hogueras o los echaron al
circo romano para que los leones se los comieran. Juan el bautista y
posiblemente también Pablo, fueron decapitados. Isaías fue aserrado. Si por esa
clase de muerte fuéramos a juzgar la piedad o impiedad de ellos pensaríamos que
fueron injustamente tratados por Dios o que eran hombres malos. Pero no, no
fueron castigados por Dios por algún pecado que cometieran.
La muerte es la que
es un castigo por los pecados no la clase de muerte. Un hermano o
hermana puede morir después de una larga y terrible enfermedad o en un
espantoso accidente automovilístico, la caída de un avión, alguna explosión, o
asesinado salvajemente por algún delincuente. Un niño morir quemado, devorado
por algún pez o padeciendo inútilmente una enfermedad que le contagió un
adulto. Un hombre malo puede morir apaciblemente en su lecho a una edad muy
avanzada como si hubiera vivido virtuosamente. Sólo en algunos casos
Dios usa la clase de muerte de una persona como castigo por sus pecados, como
ocurrió en el primer siglo con una pareja llamada Ananías y Safira, o aquel
otro que se le pudrió el cuerpo con gusanos. Dios ha prometido juzgar los
pecados de los hombres no ahora sino cuando sean llevados a juicio, en el día
del juicio final, en el comienzo de otro mundo; ahora mayormente lo que se
recibe son las consecuencias de los pecados, la retribución natural
debida a sus extravíos (Ro 1).
Salvo ciertos casos
cuando Dios quiere tomar la clase de muerte de una persona para aleccionar a
los vivos; casi siempre esa muerte no está relacionada con la vida moral, pía o
impía que la persona tuvo. Si eres un gran santo y sufres una penosa
enfermedad, no pienses que Dios te está castigando por algún pecado escondido
que tus ojos no ven (David pensaba así), y si disfrutas de una excelente salud
y la gastas viviendo "perdidamente", en una provincia apartada de Dios y entre seres inmundos, no
te gloríes que has tentado a Dios y has escapado y dices que se pueden hacer
males "para que vengan bienes", porque si Dios no te castiga ahora,
peor para ti, te condenará con el mundo, lo hará ante el tribunal blanco, y las
bendiciones que recibiste sin merecerlas y las que mal dispensaste, serán
testigos en contra de tu ingratitud y mala voluntad hacia él.
La voluntad permisiva
de Dios no es la solución para aclarar el por qué pasan las cosas, es más bien
una evasión de la realidad para no complicar a Dios. Cualquier cosa que Dios
permita es que es su voluntad y nuestra tarea no es juzgar sus propósitos, sus
misterios, sino tratar de interpretarlos con la luz de la razón que tengamos. Y
pensando en aquellos asesinatos o lamentable accidente en Siloé, aprender algo
de aquel puñado de muertes y la falta de mantenimiento de la torre que lo
ocasionaron.
Cuando los accidentes
ocurren, el terrorismo y derrumbe de dos Torres Gemelas, o el deslizamiento de
un pastor, que si usted es perspicaz se dará cuenta que el relato es
autobiográfico, y que cuando precipitado quiere salir de una reunión y da traspiés
con una cartera femenina, sigue su recorrido deslizándose en una alfombra,
diciendo con bíblica razón que “el que quiera estar firme mire que no caiga”, y
abra bien los ojos y vea dónde pone los pies. No es necesario sacar a Dios del
asunto sino más bien introducirlo en ese mal rato, y con humildad pedirle
sabiduría para leer entre líneas su mensaje: que una onza de humillación dentro
de su orgullo profesional, lo cual a veces por la continua exaltación, no viene
mal.
Si no se usa una buena
teología para interpretar los accidentes, las lecciones divinas van y vienen,
los hombres son golpeados por sucesos trágicos, y se tornan tan necios que le
vuelven la espalda a la muerte y se ponen a hablar de la vida y las glorias de
los difuntos, y a celebrar con sonrisas, cánticos y homenajes, como si nada
hubiera pasado, o tal vez con muchos sentimientos y lágrimas y nada de
reflexión ni oír la voz de Jesús que nos llama al arrepentimiento, o por lo
menos con tales festejos y shows, quizás sin quererlo, anestesian el dolor del
hecho de que dieciocho cadáveres hayan sido recogidos, destrozados debajo de
los escombros de una torre que nadie esperaba que se cayera, o de un avión que
se estrelló con tanta violencia que los pedazos de metal del aparato podían
recogerse entre doscientos y trescientos metros, y a igual distancia cuerpos
horriblemente dañados incluyendo a una bonita y cristiana actriz mexicana que
llamaban "la diva de la banda".
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