Las moscas de Salomón
Eclesiastés 10:1
“Las
moscas muertas hacen heder el perfume del perfumista, así una pequeña locura al
que es estimado como sabio y honorable”.
Hay
pecados de todos los colores, de todos los sabores y de todos los tamaños. Aquí
se mencionan los últimos, que como moscas desacreditan la inteligencia de una
persona sabia y le arruinan el perfume de su reputación. Una “pequeña locura”
dice el inteligente Predicador, una pequeña metedura de patas, lo sigue todo la
vida en el recuerdo de otros y en la memoria suya. Una indiscreción inaceptable,
un paso imprudente, una decisión festinada, un negocio sin pensarlo bien, una emigración
sin fundamento y sin medir las consecuencias, son cosas que hechas luego se
lamentan. Una mentirilla, una pequeña deshonestidad,
quedarse con unos centavos de más devueltos en el mercado, mentir en la declaración
de impuestos, una mirada codiciosa, hojear una revista para adultos, un
coqueteo imprudente, etc.
El asunto
es que esos pequeños insectos son inmundos y contienen suficientes bacterias en
sus patitas y hocicos como para arruinar el perfume de un buen testimonio, y que
una persona con sabio comportamiento pierda la confianza y se disminuya su reputación,
de modo que ya nadie le pida consejos ni le oiga una palabra. El honor es algo
que cuesta la longitud de una vida adquirirlo, no se compra y vale mucho para
echarlo por la borda con un pecado del tamaño de una mosca, ni siquiera de un
elefante. Sin embargo aquí no habla de esos insectos vivos sino de los que se
ahogan cuando revoloteando sobre el aroma de una botella de perfume, y ¡ay!,
cae dentro y lo que antes era una delicia aspirarlo ahora hace que se vuelva el
rostro, se tape la nariz o huya de su lado. Las moscas hay que espantarlas
antes que se metan en un trabajo hecho con tanto cariño y perfección. No es cuestión
de escrúpulos, ñoñerías y santurronerías, sino de santidad cristiana.
Hay gente
que se nos acerca que traen moscas, sobre todo en la boca, y si nos retiramos a tiempo
evitamos que alguna de ellas nos pase un contagio ajeno, quiero decir un defecto, y se pose sin
permiso en nuestro carácter. El cadáver de una
mosca no tiene grandes dimensiones, pero pudriéndose dentro de un frasco de alabastro
de gran precio, por incautos nos hace heder todo y convierte nuestra profesión,
llena del conocimiento y la fragancia de Cristo, antes atractiva, afable y noble, en una
personalidad repulsiva (2 Co. 2:14-15). Estas son enseñanzas que se me ocurren
cuando paso un rato contemplando y examinando los cadáveres de las
moscas de Salomón.
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