Que las penas y dolores salgan de nuestro ánimo


1 TESALONICENSES 5: 15-18
“15 Mirad que ninguno pague a otro mal por mal; antes seguid siempre lo bueno unos para con otros, y para con todos. 16 Estad siempre gozosos 17 Orad sin cesar. 18 Dad gracias en todo, porque esta es la voluntad de Dios para con vosotros en Cristo Jesús”.
     
Otro es el tema del v. 15, “mirad que ninguno pague a otro mal por mal; antes seguid siempre lo bueno unos para con otros y para con todos”; es de otra índole, porque, aunque hay un ministerio de extensión favorable al del pastor, hay hermanos que inclusive en la propia iglesia pueden acercarse a otros con ganas vengativas. Estos desatan lo que la predicación ata, hieren donde los sermones sanan, esparcen donde el predicador junta. Son hermanos, no son enemigos conscientes del evangelio, pero dominados por sus naturalezas humanas no pueden soportar callados las ofensas ni digerir en oración un insulto. Parecen vivir bajo la ley del talión y devuelven golpe con golpe, ojo por ojo y diente por diente. Afuera, en su trato con el mundo actúan iguales, por eso Pablo dice al final, “para con todos”.

Hermanos, el asunto de la venganza es humano, es instintivo, nacemos en el Sinaí y llevamos un Moisés dentro. La otra persona puede merecer la venganza, pero no lo quiere Dios, él la prohíbe. Uno siente deseos de vengarse cuando ve que ha sido injustamente herido, cuando no hay una justicia que pida cuentas o que la ira de Dios se tarda. Pero si sufrimos una injusticia, “¿por qué no sufrís más bien el agravio, por qué no sufrís más bien el ser defraudados?” (1 Co. 6:7). También en Ro. 12:19,20 dice “no os venguéis vosotros mismos, amados míos, sino dejad lugar a la ira de Dios; porque escrito está: Mía es la venganza, yo pagaré, dice el Señor. Así que si tu enemigo tuviere hambre dale de comer; si tuviere sed, dale de beber pues haciendo esto, ascuas de fuego amontonarás sobre su cabeza”.
Por la abundancia con que el apóstol escribe sobre el tema nos damos cuenta que la venganza es algo común en el ser humano y aun los fieles no están exentos de verse arrastrados por ese torrente de ira. El mal no se paga con mal. El mal merece el mal, pero Dios lo prohíbe porque no hacemos justicia sino que nos vengamos, tomando el lugar de nuestro Juez; y peor, cuando devolvemos mal, pecamos. Cuando castigamos a otro como se merece podemos estar envolviéndonos en pecado y usando armas de las tinieblas, atrayendo sobre nuestras vidas el castigo de Dios. De todos modos vale más esperar en Dios que es más justo, vindica mejor y quizás conduzca a nuestro ofensor al arrepentimiento; mientras que nuestra venganza jamás es salvadora y más bien lo que hace es aumentar el pecado en el que la recibe cuando la siente en su carne.

Existe una secuela inevitable a la ofensa o a la venganza, es la tristeza. Puede que Pablo supiera ya de primera mano sobre hermanos resentidos, que no habían perdonado, a los cuales, haciendo el consejo general manda que estén “siempre gozosos” (v.16). ¿Será posible eso? ¿Estar siempre de buen humor, siempre alegres? El apóstol no siempre estuvo gozoso, por causa de la salvación de sus compatriotas solía entristecerse mucho, “digo verdad en Cristo que tengo gran tristeza y continuo dolor en mi corazón” (Ro. 9:1, 2), y estando preso dijo, “he aprendido a contentarme” (Fil. 4:11). Eso lo tuvo que aprender por muchas lecciones de privación y escasez. Y Jesús dijo, “en el mundo tendréis aflicción”, y por algo se dice en otro lugar que “enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos”.
Aunque no podamos siempre, debemos procurarlo, porque también escribió en otro sitio, “regocijaos en el Señor siempre” (Fil. 4:4).  Para estar continuamente así hay que tener mucha fe en Dios, confiar mucho en sus promesas y orar también con mucha frecuencia para que las penas y dolores salgan de nuestro ánimo y sean puestas delante del Señor.
El gozo perenne está unido indisolublemente a la oración constante, “orad sin cesar, dad gracias en todo porque esta es la voluntad de Dios para con vosotros en Cristo Jesús” (5:17,18). La oración sana las heridas y enfermedades de nuestro espíritu. Si uno es ofendido y herido implacablemente y la melancolía o el odio invaden constantemente nuestra mente, debemos acudir rápidos a la oración. Los hermanos que más oran son los más saludables y los más felices. La oración misma no cura nuestros males pero nos pone en contacto con Dios y la presencia del Señor substituye con gloria lo que nos enfermó por un tiempo. Hay veces que nuestras mentes se hallan tan cargadas que no podemos dejar de pensar en lo que sabemos que nos estropea y desmaya. Ese es el momento de sacudirnos tales meditaciones por medio de oración. Algunas veces también, al orar el Espíritu, que intercede por nosotros nos trae a la memoria alguna promesa de su Palabra y ella con indudable poder, repara todo el daño que nos habían hecho. Es una experiencia gratificante cuando algunas de las muchas palabras divinas que hemos aprendido nos son enviadas desde el cielo, como al arcángel Miguel, para recordarnos que somos “muy amados” (9:23; 10:11; 10:19).

¿Nos atreveríamos hermanos, a “dar gracias en todo, porque esa es la voluntad de Dios para con nosotros en Cristo Jesús”? La acción de gracias es una parte importante en nuestra oración porque es el medio para poner en orden el conflicto que existe en nuestro pensamiento entre nuestras circunstancias y la voluntad de Dios. Mientras la situación de pesar e incertidumbre persiste, la lucha en el alma también existe. Uno sangra mientras los hechos no son aceptados. Pero cuando aceptamos la realidad de lo ocurrido y sea lo que sea, reconocemos que es la voluntad de Dios y que por ser ella “agradable y perfecta” debemos agradecerla, entonces nos relajamos, la distensión aparece y hasta podemos con gozo cantar algunas melodías de gratitud.
Como hemos visto, circunstancias difíciles y problemas no podemos evadir, de todos modos, ellos nos alcanzan; y dentro del perímetro de nuestras relaciones fraternales, Dios nos prohíbe maltratar al prójimo como él lo hizo con nosotros, y para aliviar las cargas de nuestros ánimos nos ha pedido que oremos insistentemente hasta que seamos “sanados” (Sgo. 5:16, “orad unos por otros para que seáis sanados”). No porque las cosas se hayan arreglado, y persistan las penas y dolores, no porque las sombras de la realidad no existan, sino porque hemos admitido que es la voluntad soberana del Señor la que lo ha permitido y enviado para nuestro total bien.

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