No enseñes tus lágrimas de arrepentimiento

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GENESIS 45:1
“José no pudo ya contenerse delante de todos los que estaban junto a él, y exclamó: Haced salir a todos de mi lado”.  

Sería una escena muy íntima, de familia. No quiso que nadie presenciara su revelación y se les apareciera como uno de entre los muertos, porque lo daban por muerto; y no lo estaba, sino que bajaba desde el trono, desde el cielo. No quería que nadie presenciara la reconciliación cuando ellos humillados le pidieran perdón y lloraran con él, y oyeran y vieran sus besos de reconciliación. Nadie tenía que enterarse de aquellas historias y lo mucho que lamentarían haberla escrito y haberlo tratado tan mal. José quería que sólo sus oídos oyeran aquellas confesiones de pecados y extraños que no saben de eso, puros espectadores que no servían para nada sino como mirones y estorbos, estuvieran presentes. Tampoco quería que los ajenos lo vieran despojarse de su grandeza y convertirse en uno de ellos, no porque se avergonzara de ellos sino porque era demasiado para ser contemplado por los que no creen; y si le vieran así, llorando, sin la gloria real, no lo entenderían y hasta podría parecerles que perdía grandeza y juzgar su vaciamiento o “kénosis” como ridícula.
¿Qué es eso de enseñar las lágrimas ante el público cuando uno se convierte a Jesucristo? La conversión es una experiencia privada y si se quiere contar que sea después, pero cuando ocurre no debe haber otros sino Dios. Es una revelación y, ¿qué hacen otros intentando cooperar con oraciones? ¿Acaso el Señor necesita que le ayuden a convertir un alma? ¿No es él suficiente para darse a conocer cómo quiere? ¿Entonces por qué quieren interferir? Es mejor que salgan y dejen solo a quien se encuentra con el Señor. Es una experiencia demasiado sublime la reconciliación, hay muchas confesiones que hacer que daría vergüenza que segundos las oyeran, y seguro que con ojos y oídos ajenos metidos en medio ningún ser pudoroso lo cuenta todo como debe ser y por rubor omitirá pecados que se sentiría humillado si se hacen públicos. Comoquiera que lo mire, a los curiosos hay que echarlos afuera y poner distancia entre alguien que se convierte y a quien se convierte. La conversión de un alma no exige el conjunto. Aquel que estando “en forma de Dios” y se despoja de su gloria real para ejercer el sacerdocio según el orden de Melquisedec y cargar con el pecado de los hombres no necesita de ayudantes.

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