El mejor e inesperado acto bondad


(Mt. 27:57-61; Luc. 23:50-56; Jn. 19:38-42)
 42 Cuando llegó la noche, porque era la preparación, es decir, la víspera del día de reposo,43 José de Arimatea, miembro noble del concilio, que también esperaba el reino de Dios, vino y entró osadamente a Pilato, y pidió el cuerpo de Jesús.44 Pilato se sorprendió de que ya hubiese muerto; y haciendo venir al centurión, le preguntó si ya estaba muerto.45 E informado por el centurión, dio el cuerpo a José,46 el cual compró una sábana, y quitándolo, lo envolvió en la sábana, y lo puso en un sepulcro que estaba cavado en una peña, e hizo rodar una piedra a la entrada del sepulcro. 47 Y María Magdalena y María madre de José miraban dónde lo ponían.
   

 Jesucristo tiene más discípulos que los que la iglesia militante conoce. Eso lo conocemos desde el Antiguo Testamento, que en todas las eras Dios se ha guardado para sí un remanente fiel escogido por gracia. En estos sucesos de la llamada Semana Santa encontramos una ilustración al respecto en la persona de este noble miembro del sanedrín judío, José de Arimatea, una personalidad distinguida y con una posición social adecuada para dar un paso al frente y encargarse del cuerpo del Maestro, en cuyas doctrinas tenía fe aunque no declarada públicamente. Pero Dios sí sabe quiénes han creído aunque sus nombres no aparezcan en ningún registro de la iglesia y no tenga noticias de ellos; y si fuere necesario en algún sentido, él les da el valor que les falta a la fe y se arriesgan por Jesús y el Evangelio, sorprendentemente.

Sin embargo, apenas se salva José de Arimatea de que se le critique por haber estado por un tiempo, miedoso de que supieran que era uno de los simpatizantes y ya creyente de Jesús el Maestro de Nazaret (Jn. 19:38); y es seguro que esa osadía le fue dada por el Divino Espíritu para que saliera de su anonimato porque tenía un trabajo público que hacer, encargarse de darle digna sepultura al cadáver de Jesús, y comprar de su propio bolsillo una sábana de lino para envolverlo. Era una tumba elegante y limpia, nueva, con una gran roca como puerta para evitar que sirviera de escondrijo algún ladrón o que alguna bestia destrozara los cuerpos de los difuntos.

Generalmente las tumbas como estas permitían poder sepultar varios cadáveres dentro, pero la providencia divina que conoce la malicia de los incrédulos previó que el Hijo Amado no fuera sepultado en una tumba previamente ocupada, para que nadie saliera con el cuento de que quien había resucitado era uno de los otros cuerpos que estaban junto a él, no el de Jesús. Todas las épocas tienen sus incrédulos y algunos muy connotados y famosos, pero eso no sorprende a la divina providencia que conoce sus nacimientos e ideas y previene la manera de desarticular cualquiera de esas formas de pensamientos, de modo que resulten impotentes y no creíbles contra las evidencias cristianas contenidas en los evangelios, específicamente la resurrección de entre los muertos.

Si Dios manejó la voluntad y el espíritu de José de Arimatea para que abriera la tumba y la estrenara nuestro Señor, de la misma manera hizo con Pilato para que mostrara desconfianza al oír que tan pronto había fallecido porque generalmente los condenados sufrían una muerte lenta de muchas horas y a veces días, más aun para que cumpliera con el requisito legal de estar seguro que los muertos sobre las cruces estaban “bien muertos”, y por esa razón interroga a quien mejor pudiera suministrarle  información, el centurión romano.

Este hombre le dice lo que sabía, que ya Jesús de Nazaret era completamente un cadáver, y habiéndose desangrado primero por los clavos, y después por la herida que le propinaron en el costado, no había duda alguna de que estaba muerto de modo tal que no fue necesario quebrarle las piernas para precipitar de golpe su muerte. Uno se admira cuando lee la historia, incluyendo la bíblica, como la providencia divina coordina los actos oportunos de los hombres para que realicen los deseos de Dios.

Jesús nunca se preocupó por comprar un terreno donde pudiera ser sepultado; claro sabía que su estancia en el sepulcro sería breve y que no había necesidad de hacer inversiones al respecto y eso era contrario a sus previos y sostenidos anuncios de la esperanza de la vida eterna más allá de la muerte, tampoco hizo arreglos con algunos de sus apóstoles para que ellos o sus familiares hiciesen alguna donación que pudiera asegurarle que su cadáver no se quedara a la intemperie o fuese arrojado en una tumba común, cosa que entre los judíos no pasaría.

De todos modos Jesús no pensó en eso porque tanto su muerte como su sepultura estaban a cargo de Dios y una vez que fuera bajado de la cruz su Padre celestial tendría preparado el sitio donde reposaría unas horas. El propietario de la tumba destinada para él era un hombre noble y con dinero que habiendo cavado un sepulcro en roca sólida para cuando muriera, no sabía que lo estaba construyendo para realizar el mejor e inesperado acto de bondad de toda su vida, darle el honor a su sepulcro por todas las edades, que en él tuviera de huésped al Salvador del mundo, el Rey de los judíos. Y fue sepultado Jesús por nosotros, en nuestro lugar, con todos los pecados que le pusimos encima, para resucitar sin ellos y darnos con perdón, vida en abundancia.

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